Cinco millones de votos extra no fueron suficientes para contener la ola en contra de un mandatario impopular, pese a la evidente vigencia de su plataforma ideológica entre muchos estadounidenses
Los presidentes que se presentan a una reelección no suelen perderla. Menos aún si en la segunda ocasión obtienen más votos absolutos, y en mayor proporción, que la primera vez. Donald Trump obtuvo 63 millones de votos en 2016 (46% del total), y con el conteo aún sin cerrarse ya va por 71 millones (dos puntos más: 48%). Pero nada de eso ha sido suficiente para revalidar su mandato. El por qué enlaza con el quién y con el dónde: los votantes que el presidente sumó fueron menos que aquellos que logró movilizar en su contra, y sucedió entre segmentos poblacionales (y en zonas) que antes fueron suyas. Trump montó un sólido muro de votantes polarizados, pero la ola del otro lado fue apenas suficiente para tumbarlo.
1- Por qué: Polarización sin popularidad no basta
Donald Trump es uno de los presidentes menos populares en la historia reciente de EE UU. Al mismo tiempo, su gráfico de aprobación es de una estabilidad extraordinaria, consecuencia de la extrema división partidista que domina la política estadounidense: la práctica totalidad de republicanos aprueba la gestión del presidente saliente, casi ningún demócrata lo hace. Y toda la estrategia de su campaña de reelección se ha basado en que si el estado de la polarización fue suficiente para garantizar su triunfo hace cuatro años, debería también serlo ahora. Se equivocó.
Joe Biden convirtió la contienda precisamente en un referéndum sobre la figura de su rival, su gestión (particularmente en la pandemia) pero también lo que su mandato significaba para los Estados Unidos en cualquier aspecto de importancia: institucional, internacional, social, moral. La “batalla por el alma de América”, como la bautizó Biden, era (en retrospectiva) una máquina de cimentar la división partidista, sí: por eso Trump no solo no bajó sino que pudo aumentar sus votos. Pero también se trataba de un instrumento de movilización incontestable: uno que le garantizó 75 millones de votos, y contando.
El riesgo de plantear una elección como decisiva siempre es movilizar al rival; el beneficio, sacar a la calle a los tuyos o, sobre todo, a quienes desprecian a tu adversario. En este juego de sumas absolutas, un mandatario metido en una crisis sanitaria de proporciones inusitada, que preocupa bastante o mucho a dos tercios de la población, y cuyo manejo suspende para un 57% según la media de encuestas, tiene el juego de alto riesgo en su contra. Probablemente, él sea el mal mayor a evitar para una parte mayor del electorado. Como efectivamente ha sucedido. Si Trump tenía algo que aprender de sus antecesores, no era de aquellos con los que gusta compararse (como Abraham Lincoln, el político republicano más popular de la historia), sino de otros menos obvios. Lyndon Johnson, por ejemplo, que renunció a presentarse por segunda vez en 1968 porque entendió que su asociación con la guerra de Vietnam era insalvable. El número de muertes estadounidenses por la pandemia ya supera al de aquella contienda.
2- Quién: Margen de pérdida en su base tradicional
Cuando se extrema la división partidista, los votantes tienden a clasificarse como rojos y azules con mayor nitidez que antes, superando incluso otras dimensiones de la identidad, aunque estas correlacionen con la elección ideológica. Es por ello probablemente que Trump ha ganado cierto margen entre votantes afroamericanos y latinos: porque las preferencias de partido se han vuelto más importantes que cualquier otro aspecto que define el comportamiento de los ciudadanos. Pero estas ganancias no han compensado las mayores pérdidas entre segmentos que definieron su victoria en 2016: hombres, blancos, sin estudios universitarios.
Cabe recordar que se trata de descensos relativos: no lo sabemos a ciencia cierta, pero probablemente lo que ha pasado no es que muchos hayan abandonado a Trump (al fin y al cabo, las encuestas estimaban una repetición del voto de 2016 por encima del 90%), sino que otros en esos grupos se han sumado a la fiesta de la democracia para sacarlo de la Casa Blanca.
El resultado diferente en las elecciones legislativas que han sucedido a la vez que las presidenciales ayuda a perfilar esta idea. A los candidatos republicanos les ha ido mucho mejor de lo esperado después de pasarse cuatro años sin cuestionar al mandatario, indicando que las ideas que ha defendido el partido en torno a Trump aún son enormemente populares entre sus votantes potenciales. Más que el presidente, aparentemente. El trumpismo sin Trump no solo no está muerto, sino que al parecer tiene futuro.
3- Dónde: Ciudades sureñas, cinturón de óxido
Los Estados que se han girado contra Trump son, por ahora y a falta de cerrar los recuentos, tres al norte y dos al sur.
Míchigan, Pensilvania y Wisconsin fueron de Obama en 2008 y en 2012. El “muro azul”, como se dio en llamar a territorios industriales que entraron en decadencia con la caída de ese tipo de producción, fue penetrado por los argumentos nacional-proteccionistas que Trump aportó a un país que se estaba acostumbrando a unas élites políticas que defendían el libre mercado al unísono. Aquellos hombres, blancos, de clase obrera (o media, viniendo de obrera) que se unieron para votar por Trump hasta el punto de que, entonces como hoy, consiguió arrancar entre cuatro y cinco de cada 10 votantes sindicalizados.
Joe Biden era un candidato pensado para revertir, o al menos frenar, esa tendencia. Oriundo de Scranton, Pensilvania (algo que menciona a cada ocasión, probablemente no por casualidad) y con una carrera confeccionada en parte gracias a su relación con los sindicatos, aparte de hombre, blanco y de lenguaje llano. Logró su objetivo, que era el mínimo para recuperar la presidencia, pero también añadió otros Estados menos previsibles: Arizona, y probablemente también Georgia, una vez termine el recuento. Fueron bastiones republicanos, sobre todo el primero, pero ahora sus grandes áreas metropolitanas están desequilibrando la balanza hacia la izquierda. Es el camino que ya siguieron Colorado, Nevada o Nuevo México. En esto, Biden y Trump han tenido menos que ver, pero sin duda el segundo no ha podido extraer una idea para competir en estos territorios. Sí lo logró en otros fronterizos que también estaban en juego, como Texas o Florida, indicando que los republicanos pueden ser efectivamente competitivos en entornos crecientemente urbanos y diversos. Indicando, incluso, que el mensaje conservador-reaccionario trumpista puede serlo. Solo que tal vez necesite matar al padre.