Enfrentarse a los fanatismos es quizá el mayor reto que se le puede plantear a una sociedad sensata, pues la imposibilidad de negociar es atinente al hecho de ser básico y no entender que la vida es policromática; que entre el negro y el blanco existen infinidad de matices. Lastimosamente la exaltación corre a la par de cualquier tendencia inteligente que se desee fortalecer. El fanatismo representa una carencia intelectual y por supuesto afectiva, que termina por rellenar los vacíos de quien desde temprana edad no tuvo la posibilidad de contar con un poco de estabilidad en lo que respecta a su mundo interior.
Los seres humanos necesitamos aferrarnos a un mínimo sistema de normas, de creencias, de valores. Cuando esto no ocurre, la frágil condición psicológica se ve vapuleada por las circunstancias y a efectos de mantener un equilibrio interior, podemos engancharnos a cualquier cosa. Lo peor que puede pasar es agarrarse fanáticamente a una manera de conceptuar la vida que nos dé estructura y simiente las bases de lo que somos.
Buenas y malas creencias
Esa necesidad de creer ha recibido distintos nombres en el curso de la historia de la civilización. “Espiritualidad”, “religión” y “psiquis” son, entre otras, las formas como hemos denominado a este ámbito humano. Incluso se ha tratado de definir a quienes se autocalifican de ser incapaces de entender este espectro a través del término “agnosticismo”.
Con los debilitamientos y cuestionamientos de las ideologías a finales del siglo pasado se generó un vacío que ha sido llenado por otras formas de visualizar la existencia. Es así como estamos viendo en pleno siglo XXI la paradójica presencia de las formas más inimaginables de avances tecnológicos a la par de las prácticas y costumbres más primitivas que haya podido cultivar la humanidad. Desde formas rebuscadas de culto religioso de carácter arcaico hasta las prácticas políticas más contrarias a elementales principios democráticos. Desde el desmembramiento de Estados completos a través del secesionismo hasta la veneración a figuras “antivalorativas” e incluso inexistentes. Esa es la contemporaneidad con la cual nos ha tocado lidiar.
La información que recibimos a través de lo noticioso, así como el poder tener acceso al conocimiento con mayores facilidades, hacen que el mismo se encuentre más cerca que nunca del ciudadano común, lo cual hace posible que muchos traten de notificarse y formarse por distintas vías, generando matrices de opinión y distorsión de la realidad que provocan que lo crítico y antagónico exista, pudiendo crear rendijas que admitan mostrar un carácter disidente frente a las circunstancias.
La posibilidad inédita de desarrollar una carrera en línea es más factible en los tiempos actuales. A la par de una educación masificada e insulsa, siguen existiendo instituciones pedagógicas de alto prestigio y calidad que incorporan a los mejores formados en los escalafones más trascendentes de la sociedad. La máxima baconiana “saber es poder” sigue presente; no buscamos un electricista para tratar una pancreatitis.
Optimismo necesario
Vuelve a aparecer la amenaza del triunfo de la barbarie por encima de la razón. De la pulsión y el placer por encima de los valores, siendo una amenaza propia de estos tiempos. El cultivo de la crueldad tiene profundas explicaciones, una de las cuales es haber apostado al nihilismo desde el plano social. Ser un negador compulsivo es una actitud temeraria que deriva en autodestrucción. Lo contrario es ser propositivo y proactivo, no sólo en nuestra vida personal, sino en nuestras actuaciones sociales, siendo el ejemplo y la manera de conducirnos, la mejor de las herramientas para inducir cambios que partan de lo individual y se generalicen.
Total, que lo humano es siempre imperfecto, pero apostar a la destrucción y no a la construcción empeora las cosas. El tiro por la culata sale cuando desmantelamos las instituciones, sembramos el pesimismo ante los resultados de lo que cosechamos como esfuerzo y desvalorizamos los logros que como gran conglomerado realizamos cada día que pasa.
La razón por la cual abrigo cierto optimismo (dadas las circunstancias), es porque creo en la infinita terquedad humana, su gran capacidad para cultivar la perseverancia y de que independientemente de que lo mediocre pueda asomarse como norma, también se necesita quien dé luz y brille, para que el caos no se termine de apoderar y condenar a la civilización. Ser un negador y saboteador de lo que beneficie a la sociedad es una actitud malsana e irresponsable. Sólo a través de lo propositivo y el respeto al otro se puede crear un mínimo equilibro social que permita entereza y una mejor existencia. La negación inútil conlleva a que sucedan los reveses, y aquellos logros que tanto han costado se deshagan y desaparezca precisamente cuando más necesitamos de referentes humanos que sean símbolos de lucha y de templanza en unas circunstancias históricas inéditas.
@perezlopresti