En el marco del levantamiento zapatista en enero de 1994, veíamos con curiosidad las noticias en nuestra primera televisión en blanco y negro. En nuestra comunidad, vivíamos en ese año un intenso proceso de defensa de tierras comunales y desde ciertos análisis externos, nuestro proceso estaba auspiciado por células zapatistas que se habían establecido en la sierra Mixe en el norte de Oaxaca. Nada más lejos de eso, en realidad, casi nada sabíamos de lo que estaba pasando en el vecino Estado de Chiapas, veíamos con curiosidad y tratábamos de averiguar qué es lo que estaba sucediendo en la selva Lacandona mientras nuestra asamblea se encontraba en sesión permanente. Fue en ese contexto que escuchamos en la televisión las reflexiones de analistas que defendían las causas del levantamiento zapatista argumentando una pobreza y violencia de siglos, en medio de su apasionada argumentación, uno de estos analistas (solo recuerdo que era varón) dijo algo que indignó profundamente a mi abuela: “Son tan pobres que solo comen frijoles”. Mi abuela estaba orgullosa de haber adquirido un almud de frijoles de colores que iban del negro, pasaban por un azul cerúleo e incluían el morado intenso y el rosa bugambilia, no puedo nombrarlos en español porque, a estas alturas, casi todo mi léxico para plantas se encuentra solamente en mixe.
La indignación de mi abuela, como nos lo explicó muchas veces más, provenía del hecho de que aquella había sido la primera ocasión en la que había escuchado a alguien decir que comer frijoles era algo indeseable. Pensándolo bien, también fue la primera vez que escuché algo así. ¿Cómo iba a ser algo indeseable si las personas hasta se peleaban en el mercado por ese tipo de frijol que tan bien se cose y que tiene un sabor extraordinario? Los domingos, días de tianguis, eran ocasiones especiales que se marcaban con un desayuno especial también, este desayuno forma parte de mis hábitos hasta la fecha: tortillas de maíz criollo previamente untadas con una pasta de ese frijol que no puedo nombrar en castellano, molido en metate y exquisitamente aderezado con la olorosa yerba de poleo, estas tortillas revestidas en esa pasta de frijol se pueden acompañar de chapulines, queso fresco que viene desde los valles de Oaxaca, tasajo, hígado de res cocido con yerbas, aguacates o una gran variedad de quelites. Su olor nos anuncia que es domingo y que la sobremesa puede hacerse con toda calma. Otro aspecto indignante se relacionaba con el hecho de que aquel analista utilizó esa frase como parte de un argumento a favor del levantamiento de los pueblos indígenas del sureste mexicano. ¿Cómo no nos vamos a levantar los pueblos indígenas si solo nos alcanza para comer esa cosa indeseable que son los frijoles? Trato de matizar y entender que tal vez se refería al hecho de “solo” comer frijoles y no a un implicado desprecio a los frijoles en sí mismos. Pero mi abuela, insistía aún años después y con más intensidad después de sus viajes a la ciudad: “A nadie le parece despreciable que esa gente solo desayune eso que llaman cereal con leche todos los días, ¿Por qué los frijoles sí?”. Todas las veces que recordaba ese episodio volvía la indignación y no hubo amistad o visita con quien no lo comentara: “No puedo creer que este almud de frijol, este que me acaba de regalar mi comadre de su mejor cosecha sea un alimento indeseable o represente la pobreza”.
Esa no fue la única vez que escuché decir algo semejante sobre los frijoles, “indio frijolero” es uno de los insultos racistas más recurrentes. Algo similar sucede con el resto de la dieta mesoamericana, alguna vez armamos un pequeño escándalo porque en un restaurante se negaron a darnos tortillas para acompañar un plato de mole poblano y otro de cochinilla pibil. “Este es un restaurante elegante, discúlpenos por no tener suficientes tortillas” nos respondió el encargado con una amplia sonrisa. “Comer tortillas como albañil” es una frase con la que me di cuenta de que al consumo del maíz se le asocian fuertes cargas racistas y clasistas. Me sorprendió tanto como la primera vez que me explicaron que en el mundo había poblaciones enteras que no comían tortillas ni tamales y en su lugar usaban pan o arroz. Con el tiempo, pude enmarcar esta experiencia cotidiana dentro del sistema racista que alcanza también los alimentos. En el siglo XIX, escritores como Francisco Bulnes, uno de los intelectuales de la época del Porfiriato, sostenía que la población europea era racialmente superior debido a que su dieta estaba basada en el trigo y la población indígena se encontraba en una situación de atraso debido al maíz y al frijol, varios intelectuales de la época sugerían incluso que el cambio hacia el trigo sería la solución al atraso de los pueblos indígenas. Estas creencias absurdas siguen palpitando en muchas ideas en la actualidad que alcanzan a muchos elementos de consumo alimenticio como el nopal o el pulque. La frase “traer el nopal en la cara” se asocia directamente a elementos físicos y lecturas racistas del cuerpo con un alimento vinculado con pueblos y comunidades indígenas. En una discusión en redes sociales sobre la existencia de jóvenes que se hace llamar nazis mexicanos, las descalificaciones sobre su movimiento estaban mayoritariamente cargadas hacia el hecho de que eran jóvenes morenos a los cuales se les “notaba el nopal en la cara” y no por que sea en sí condenable simpatizar con ideas nazis.
Regresando al recuerdo de aquel analista que en su defensa del levantamiento zapatista utilizó el consumo de frijol como signo de pauperización, tenemos la evidencia de que las ideas aliadas a las causas de los pueblos indígenas pueden no necesariamente desarticular los prejuicios largamente impregnados en la sociedad mexicana. En Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar apunta en la voz del emperador romano que “se insulta al prójimo cuando se desdeñan sus alegrías” y me parece que esa frase explica muy bien la reiterada indignación que mi abuela sentía cada vez que rememoraba lo que habían dicho en esa mesa de análisis: la abundancia de frijoles y su gran variedad representaban desde su infancia la promesa de la abundancia, de las trojes llenas de maíz, de las enfrijoladas con las que domingueamos el alma y esas alegrías habían sido, por primera vez, tremendamente insultadas.