Lluís Bassets: Un legado radioactivo

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Esto no ha terminado. El legado no quedó clausurado cuando los ciudadanos depositaron su voto en las urnas. El partido republicano, partido trumpista ahora, está ocupado en dar la batalla por cada recuento, cada certificación de voto y el sentido del sufragio de cada delegado elegido para votar al presidente.

Han pasado dos semanas y este presidente desautorizado en las urnas todavía no ha reconocido su derrota y, lo que es peor, nada ha facilitado al vencedor y a su equipo para acelerar una transición presidencial de urgencia extrema en tiempos de pandemia y recesión económica. No son meras maniobras dilatorias, sino un intento de tensar el sistema electoral hasta el límite, aun a riesgo de destruirlo, para deslegitimar a Joe Biden como presidente y organizar así el argumentario republicano en la próxima etapa, de oposición dirigida por Trump.

El balance, por tanto, es prematuro. El legado más tóxico puede acrecentarse en los dos meses que restan hasta la toma de posesión. Cabe incluso que la gravedad de sus decisiones en la actual transición supere a la gravedad de las que ya ha tomado desde que entró en la Casa Blanca en 2017. A punto ha estado de lanzar un arriesgado ataque contra Irán, sin consultar a su sucesor. Ha ordenado una retirada de tropas de Irak y de Afganistán que puede dar ventaja a los terroristas, especialmente a los talibanes afganos, justo en el momento en que juegan a dos barajas, la de la negociación de la paz y la del terrorismo.

Esto ha sido posible gracias a la destitución previa del secretario de Defensa, Mark Esper, y de varios altos cargos del Pentágono, sustituidos por fieles servidores del trumpismo. Es una venganza por las reticencias de Esper a la utilización del Ejército contra las manifestaciones antirracistas. Pero también la preparación de futuras decisiones militares, que tienen como objetivo complicar la vida al próximo presidente y dificultar la rectificación de las políticas más disparatadas.

El mismo caso es el de Christopher Krebs, que había proclamado estas elecciones presidenciales como “las más seguras de la historia”, destituido como director de la Agencia de Ciberseguridad. De nuevo una venganza contra alguien que contradice las verdades trumpistas, y un gesto ejemplar para evitar que otros altos funcionarios obstaculicen su estrategia de deslegitimación del sistema electoral.

Decisiones como estas van a repetirse. Trump no ha sacado todavía las uñas con las que se defenderá si la justicia cae sobre su entorno político, su familia y él mismo, una vez abandone la Casa Blanca. No puede descartarse ni siquiera un intento de autoabsolución de todos sus pecados, culminación del talante dictatorial de quien se cree por encima de las leyes.

Hay un legado que apenas tiene rectificación, un daño probablemente irreparable. Es la deslegitimación de las elecciones donde han sido su escaparate histórico. Como un núcleo radioactivo en fusión, el ejemplo de Trump está perforando la superficie de la democracia en el mundo.

 

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