Desde que en 1823 el presidente James Monroe proclamara la consigna “América para los americanos” y declararse ante el Congreso que cualquier intervención de los europeos en el continente sería visto como una agresión que requeriría la intervención de los Estados Unidos, las relaciones entre el país norteamericano y América Latina han sido complicadas y cambiantes. Por ello, tras el triunfo de Biden, es pertinente preguntarse cómo influirá la nueva administración en la política exterior latinoamericana y en su posición global.
La existencia de estrechos vínculos económicos, acompañada de intereses expansionistas, comerciales e ideológicos, han convertido a Estados Unidos en un país clave en las agendas de los estados latinoamericanos. Durante décadas, a la hora de tomar decisiones, era impensable dejar fuera de la ecuación la posición del vecino país del norte. Sin embargo, el declive de la hegemonía estadounidense y la tensión interna que atraviesa tras la última jornada electoral suponen una ventana de oportunidad para marcar un nuevo rumbo en la agenda internacional de América Latina.
Estados Unidos aparece hoy en día como un gigante con pies de barro a la vez que China asciende de manera imparable y Rusia se convierte en un aliado del gigante asiático para recuperar su estatus de actor global. Mientras que la presencia militar norteamericana sigue siendo incontestable, la dependencia económica, comercial y financiera de América Latina con China es creciente. Rusia, aunque no puede competir a nivel económico ni con China ni con Estados Unidos, sí que es un socio estratégico desde el punto de vista político. Una gran parte de los países latinoamericanos cuentan con afinidades políticas e intereses geoestratégicos más cercanas a Rusia que a Estados Unidos.
La pandemia no ha hecho más que acusar el fortalecimiento de los lazos, provocando que las potencias extranjeras vean en la crisis una oportunidad para empujar a América Latina a diversificar sus relaciones exteriores.
Se ha abierto un nuevo escenario en el que los países latinoamericanos ya no pueden articular sus estrategias y capacidad negociadora mirando únicamente a Estados Unidos, sino que deben ser capaces de articular diplomacias de nicho. Esto es, ser capaces de establecer coaliciones ad hoc sobre temas concretos, como salud, recursos naturales, medioambiente o financiamiento externo, con diferentes socios estratégicos. Esto contribuye a generar un orden mucho más multipolar que China y Rusia no piensan desaprovechar para ejercer su poder.
En un momento de profunda crisis económica, sanitaria y hasta cierto punto social, la capacidad de adaptación y anticipación van a ser claves para calibrar el destino de la política exterior latinoamericana. El hecho de que la crisis golpee a Estados Unidos como nunca antes lo había hecho debilita su supremacía y la crisis institucional derivada del frontal enfrentamiento entre republicanos y demócratas hace que ni siquiera haya una sola voz.
Pero no debemos obviar que el hecho de que la fuerza tradicionalmente hegemónica esté en declive no significa necesariamente que deje de ser un actor de especial relevancia. Estamos en un sistema en plena transición, con complejas agendas y dinámicas externas, en el que la existencia de un tablero de juego claro y estable aún está por llegar.
Este contexto provoca que, pese a que muchos hayan querido centrar el debate en cómo se articularán las relaciones entre América Latina y Estados Unidos en la era Biden, la cuestión especialmente relevante gire en torno a la búsqueda de nuevos espacios en el orden internacional aprovechando el declive del gigante norteamericano. Primero, porque es muy probable que, pese a que adopte un discurso alejado del de Trump, América Latina no sea una prioridad para la nueva administración. Y, segundo, porque es también previsible que América Latina aproveche la coyuntura para diversificar sus relaciones exteriores.
La cuestión es complicada por todas las inercias que vinculan a Estados Unidos y a Latinoamérica, y por la debilidad estructural que caracteriza a la región. A esto se le suma su cada vez menor relevancia sistémica y la incapacidad para resolver crisis internas de manera autónoma. Ni siquiera las alianzas regionales han servido para buscar salidas a los conflictos que afectan al continente y a menudo la sombra de potencias extranjeras sobrevuela la política doméstica.
Como ejemplo, el apoyo de China y Rusia al gobierno de Maduro, la presión de Francia para intervenir en la gestión del Amazonas después de los incendios del pasado año o el activo papel en la gestión del proceso de paz en Colombia. América Latina no ha sido capaz de consolidar alianzas internas efectivas y aún muestra gran dependencia hacia terceros países.
Por ello, aun cuando Estados Unidos desapareciera del planeta, los países latinoamericanos seguirían mostrando gran dependencia hacia el exterior, lo que dificulta el desarrollo y consolidación de un proyecto autónomo.
Los cambios en el tablero pueden ser una oportunidad para la región. Pero solo si es capaz de aprovechar la competencia entre las grandes potencias para fortalecer su capacidad negociadora, equilibrar la balanza y ganar mayor autonomía. Si únicamente se limita a sustituir de manera progresiva su dependencia hacia Estados Unidos por una nueva con el eje China-Rusia, poco habrá cambiado en términos estructurales.
La autonomía política y económica debe ser un objetivo para la política latinoamericana. La dependencia hacia grandes centros de poder ha sido una constante a lo largo de su historia y, parece que, al menos a corto plazo, una realidad de su presente.
Melany Barragán es Politóloga. Doctora en Estado de Derecho y Gobernanza Global-Universidad de Salamanca.
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