Interrogatorios, saltos, humillaciones y coimas, muchas coimas para el negocio de las trochas. Ada, la protagonista de esta historia, tuvo que pagar 200 dólares para que la pasaran por la trocha. Se lo dijeron a última hora. Los trocheros cobran, además, una tarifa por la mercancía y por equipos electrónicos. “No te vayas a asustar si oyes disparos, eso es para que la gente se quede quieta”, le dijo el que la llevaba. Al minuto 12 de estar cruzando el río: “Ya estamos en Colombia”.
Ya habían pasado muchos meses, Ada quería reunirse con su novio. Y decidió no darle más largas. El problema es que él había emigrado a Colombia hacía un par de años y la frontera estaba “cerrada” por el coronavirus.
-Pero yo me dije: Las trochas existen -recuerda Ada, nombre que encubre la verdadera identidad de la mujer que vivió esta experiencia-. No es imposible pasar al otro lado.
Ada conocía muchas historias de gente conocida que pasaba, por muchas razones: Porque tenían que ir a Colombia a comprar medicinas, porque iban o venían a ver familiares… “Si tanta gente lo hace, yo también tengo que hacerlo”, concluyó.
“Son 600 dólares a la ida y otro tanto a la vuelta. Claro, a eso hay que descontarle los sobornos en las alcabalas y la comisión del dueño del carro, que no sé cuánto es. Desde Caracas hasta San Antonio hay 52 alcabalas”
Contactó al hombre que hace estos viajes y coordina el trasiego por el río que marca la línea divisoria con el país vecino, y salió la primera semana de noviembre. En el carro irían tres personas más, a quienes Ada no conocía. Los tres cruzaban la frontera para emigrar: Uno a Colombia, otro a Estados Unidos y el tercero, a España. “Todos huían de Venezuela. La única loca que iba regresar era yo”, dice.
Un negocio de uniformados
-El conductor cobra entre 150 y 200 dólares por llevar al pasajero de Caracas a San Antonio del Táchira -explica Ada-. Es un buen negocio: Son cuatro puestos y cada uno paga 150 dólares. Son 600 dólares a la ida y otro tanto a la vuelta. Claro, a eso hay que descontarle los sobornos en las alcabalas y la comisión del dueño del carro, que no sé cuánto es. Desde Caracas hasta San Antonio hay 52 alcabalas. El conductor eligió una ruta que no pasaba por los Llanos, porque, según él, por ahí había más alcabalas y hay que pagar más coimas. No en todas nos pararon. Pero en las de Táchira y de Mérida, sí. El conductor se paraba de una. Estacionaba el carro, se bajaba, y les daba sus 20 mil pesos. Pero al llegar a San Antonio hay tres alcabalas en un solo punto: Supuesta Migración-Seniat, Policía Nacional y Guardia Nacional. Nuestro conductor les dio sus 20 mil pesos a la Guardia y cuando fue a darle los de la Policía, el funcionario exigió que, además, los pasajeros reuniéramos 20 dólares más “de colaboración”.
“Ellos saben para qué vas. Todo el mundo sabe que tú vas a cruzar la frontera. Entonces, hacen una comedia y preguntan: ¿Tienes salvoconducto?, ¿tienes la prueba de coronavirus? Puras presiones para cobrar, pero ya los conductores que hacen ese trabajo, que son centenares, conocen los códigos y saben cómo manejarse con las autoridades. Por otra parte, muchos de esos carros son de militares, que tienen flotas destinadas al trasiego de pasajeros por los caminos verdes”.
Ada salió de Caracas a las 10 de la mañana y llegó a San Antonio del Táchira a las tres y media de la mañana siguiente. “Las paradas en las alcabalas exigen que el conductor presente respeto. No es que él da los 20 mil pesos y ya. Es un ritual. Y si han cambiado a los guardias, entonces tiene que negociar para que estos se atengan a las condiciones acordadas. El viaje de Caracas a San Antonio tomó 17 horas, entre las alcabalas, una parada de media hora para comer, y otra parada en Dividive, estado Trujillo, en la casa de la familia de la teniente propietaria del carro”.
Ejército y guerrilla, socios
Al llegar a San Antonio, Ada y sus compañeros recibieron un mensaje del “asesor de viaje” para decirles que ya estaban contactados los trocheros que los pasarían por el río a las 7 de la mañana. “A esa hora”, dice Ada, “estaba cayendo un palo de agua y, cuando eso ocurre, la guerrilla suspende el paso de gente para evitar accidentes. Como el río está alto, los puentes improvisados (en realidad, listones de madera que ellos distribuyen entre las piedras) se desordenan. Tuvimos que esperar unas horas. Cuando, finalmente permitieron el paso, aquello era un gentío. ¿Tú has visto las imágenes de Siria, de los refugiados que huyen del país?, bueno, así. Hay una zona, llamada La Invasión, una especie de caserío desde donde uno sale (de Venezuela a Colombia), que se llena con una muchedumbre abigarrada, donde hay ancianos en sillas de ruedas, mujeres embarazadas, familia con niños, muchos niños, torres de maletas, colchones… y de Cúcuta para acá, gente con guacales de comida, toda clase de mercancía… Centenares de personas. Cada día deben pasar varios miles. Ahí sí está el Ejército, que trabaja con la guerrilla en el paso de esos inmensos contingentes de migrantes”.
-Cuando digo “la guerrilla”, -precisa- no te imagines unos tipos fieros con la cara tapada. Son unos chamos como cualquiera. Uno sabe que andan armados por esa maña de ponerse la mano en el cinto, pero la llevan dentro de la ropa, no es que las están exhibiendo. Ellos están ahí para controlar el paso. Gritan: “Se me calman, se me organizan, o no pasa nadie y cerramos esta vaina hasta mañana”.
“¿Tienes salvoconducto?, ¿tienes la prueba de coronavirus? Puras presiones para cobrar, pero ya los conductores que hacen ese trabajo, que son centenares, conocen los códigos y saben cómo manejarse con las autoridades”
Ada tuvo que pagar 200 dólares para que la pasaran por la trocha. Se lo dijeron a última hora y no le quedó más remedio. Los trocheros cobran, además, una tarifa por la mercancía y por equipos electrónicos. A ella la pasaron a lomo de guerrillero, porque los irregulares no querían que el agua le cubriera los zapatos. “No te vayas a asustar si oyes disparos, eso es para que la gente se quede quieta”, le dijo el que la llevaba.
-Al minuto 12 de estar cruzando el río, -recuerda Ada- el muchacho me dijo: “Ya estamos en Colombia”. Curiosamente, ahí había menos irregulares. Y al llegar, solo estaban dos policías, colombianos, claro, que ni te miran.
“Dame más, cariño”
Como ya sabía que el paso por el río fronterizo era breve, Ada emprendió el regreso con ánimo tranquilo. Total, en cuestión de minutos estaría en su país.
-Qué equivocada estaba -suspira-. Al llegar a San Antonio del Táchira, me encuentro con que no haría el viaje con un oficial, como me habían prometido, ni iríamos directo a Caracas, sino que haríamos trasbordo en San Cristóbal. Para colmo, los otros pasajeros venían con una carga excesiva. Una muchacha traía ocho bolsas negras gigantes, llenas de ropa y regalos para su familia; un señor traía un montón de mercancía para vender y otro, igualmente cargado. Llegamos al punto de las tres alcabalas. Yo estaba tranquila porque no traía nada. Eso no disuadió a la funcionaria que me asignaron. Me hizo un interrogatorio acerca de por qué mi novio está en Colombia. Me revisó todo, el bolso, mis documentos, el celular, que me quitó de entrada. Al terminar con lo demás, se puso a revisar mis mensajes: Conversaciones con mi familia, los chats (“ustedes sí hablan paja, mija”), las fotos. Me hizo pasar al cuartico. Quítate la camisa, el sostén, bájate el pantalón… (¿Te acuerdas de lo que denunciaba Lilian Tintori?, bueno, es verdad). Salta dos veces, a ver si tienes algo adentro.
“Le rogué que no me enviara a un refugio. “Y para qué”, me dijo. “Eso es pura ridiculez”. Y al pedirle que no me fuera a entregar, me dijo: “Tranquila, mi amor. Yo no hago nada con eso. Yo sé que en este país está muy jodido todo y yo también quiero que esta gente salga. Yo no te voy a poner un precio. Tú ves lo que me das”. Le di 30 mil pesos. De ahí nos mandaron a la alcabala de la Policía Nacional y el funcionario, llamado J. Cruz, de entrada, me amenazó con mandarme para el refugio. Era evidente que era aguaje para cobrar coima. Tras hacerme varias preguntas con respecto a mi traslado a Colombia, me preguntó:
-¿Ajá, y cómo vamos a hacer?
-Dígame en qué lo ayudo -le dije yo.
-En qué me ayudas -se rio-. La que está jodida eres tú.
-Es verdad -admití-. Dígame cómo me puede ayudar.
-¿Cuánto me vas a dar?
-30 mil pesos.
-No, chica. Dame más, cariño.
Interrogatorios, saltos y otras humillaciones
-En San Cristóbal -sigue Ada- resultó que tampoco seguiríamos con un oficial, sino con un médico del Pérez Carreño que se estaba rebuscando con ese viaje. Un hombre muy decente, pero no tenía la malicia del conductor con quien había viajado de Caracas a San Antonio. No tenía los contactos con los uniformados ni sabía cómo lidiar con ellos. Además, no viajaba con un carro de algún militar sino con el suyo.
“Fue un suplicio tener que pararnos en cada alcabala. “¿Vienen de la frontera?”, nos decían. “Trocheros, ya vanpa’l refugio”. Teníamos que esperar que revisaran, prenda por prenda, las bolsas de regalos que traía la muchacha. En una alcabala le quisieron quitar un par de zapatos que le llevaba a un sobrino, pero ella se echó a llorar y se conformaron con quitarle dinero. En otra, las mujeres tuvimos que levantarnos la blusa y el sostén (delante de funcionarias), y nos metieron las manos en el cabello. En otra más, tuvimos que hacer otra vez los saltos sin ropa interior. Perdí la cuenta de los interrogatorios. Un infierno”.
El grupo había salido de San Antonio a las 11 de la mañana y a las 6 y 20 de la mañana del día siguiente se detuvieron en Barquisimeto, donde el médico tenía familia, porque se estaba durmiendo frente al volante.
“El doctor me ofreció hospedaje, pero preferí seguir viaje. En el terminal de Barquisimeto me cobraron 40 dólares por un boleto de autobús a Caracas. Era justo lo que me quedaba, tras haber gastado 80 dólares en coimas en el viaje de regreso. Por avión me hubiera salido mucho más barato”.
La Gran Aldea