El alto nivel de aprobación que mantiene el presidente Andrés Manuel López Obrador provoca perplejidad y quizás algo de frustración en buena parte de los electores de este diario (y para el caso cualquier otro diario del país). Para todos los que no votaron por él y asumieron que el paso del tiempo inevitablemente desengañaría a los que sí lo hicieron, es poco menos que incomprensible que con una pandemia en marcha y la consiguiente devastación económica, las encuestas revelen que más personas votarían por él hoy que hace dos años.
Todas las semanas el líder de Morena ofrece, a juicio de sus críticos, pruebas tangibles de su rusticidad, su soberbia o su incapacidad. Pero tras 110 semanas en el poder y una exposición diaria de dos horas en las que sin ningún filtro ni postproducción improvisa, divaga y provoca, parecería que no hay mucho más espacio para el desengaño. ¿Qué podría hacer o decir López Obrador, que no haya dicho o hecho, que sea capaz de generar un desplome mayúsculo en sus niveles de aprobación?
Un hermano suyo fue captado en un video comprometedor; hizo un sorteo de un avión sin avión; canceló un aeropuerto semiconstruido; alabó a Donald Trump y le hizo el trabajo sucio con los centroamericanos; nos hemos convertido en el cuarto país en número de muertos por la pandemia, a la que el presidente describió como algo que nos venía como anillo al dedo; ha tenido desencuentros con feministas, con intelectuales, artistas y científicos, con ecologistas, con los principales medios de comunicación y con empresarios. Hemos vivido el peor año del que tengamos memoria los mexicanos y no obstante, contra toda lógica aparente, el mandatario no ha perdido el apoyo de sus seguidores que, dicho sea de paso, por su pobreza han sufrido más que otros sectores.
Desde luego, podría atribuirse a la demagogia y al engaño la capacidad de mantener el apoyo de las masas “ignorantes y desinformadas”. Pero cuando uno observa a conductores y comentaristas de la mayor parte de la radio, la prensa y la televisión “desenmascarar” al presidente cada día y a lo largo de dos años (en realidad desde antes, y pese a eso ganó), tendríamos que preguntarnos si esa tesis resiste a la razón, pese a lo conveniente que pueda resultar a la pasión (de sus adversarios).
Quizá la explicación está en otro lado. López Obrador ha construido una poderosa narrativa que lo presenta como un presidente que gobierna para los pobres y en contra de los privilegiados. Pero no es una narrativa hueca, todo lo contrario, López Obrador ha sido absolutamente congruente con el mandato social del que se siente portador.
Repasemos la siguiente lista: incremento histórico del salario mínimo; transferencias directas a la mayoría de los hogares mexicanos (la cifra oficial es 70%); introducción del voto secreto en la vida sindical; reducción del gasto suntuario y los excesos en la administración pública; elevación de penas en casos de corrupción, delitos electorales y evasión fiscal; combate a fondo a los privilegios fiscales de las grandes empresas; exhibición de los contratos leoninos de un empresariado enriquecido a la sombra del Estado; programas de apoyo a los campesinos y a las escuelas rurales; grandes obras públicas en el sureste, región otrora ignorada; despliegue progresivo de la Guardia Nacional a la totalidad del territorio; programa de construcción de una sucursal bancaria en toda cabecera municipal; programa de salud gratuita universal; proyecto de red de Internet a todo pueblo y ranchería; combate a las factureras y a la subcontratación utilizadas para evadir responsabilidades laborales y fiscales; introducción del referéndum y fin del fuero presidencial; combate al robo de combustibles.
La mayoría de estos programas se han realizado de manera apresurada, a tirones y jalones, con cuadros operativos insuficientes, a partir del ensayo y el error, y a veces sin eso bajo la lógica de que toda rectificación es expresión de debilidad. En algunas ocasiones, insisto, la extirpación de un tumor se ha hecho con cuchillo de carnicero a falta de bisturí, afectando más tejido sano del que habría sido deseable (por ejemplo, en el caso de los fideicomisos y del outsoursing).
Y sin embargo, comparado con sexenios anteriores, la lista resulta impresionante a ojos de todos aquellos que hasta ahora se habían sentido víctimas de gobiernos cómplices de la élite.
Ciertamente el impacto de la crisis económica barre con buena parte de los beneficios reales o presuntos que las acciones de la 4T habrían propiciado a favor de los pobres. Pero incluso así, siempre quedará entre estos sectores la percepción de que por fin hay alguien en Palacio que habla y gobierna en su nombre, aun cuando los obstáculos terminen por superarlo. Por lo demás, a pesar de los números rojos, queda la percepción entre los pobres de que con otros gobiernos habrían salido peor parados de la crisis. El paquete de rescate solicitado por la iniciativa privada, que seguramente habrían impulsado Felipe Calderón o Enrique Peña Nieto, se habría diluido por el abuso y la distorsión de un sector privado engordado por monopolios disfrazados, privilegios y márgenes absurdos de rendimiento. La mayor parte de los votantes de López Obrador no habrían obtenido algo de un programa de apoyo a las empresas porque, para empezar, la mayoría de ellos no cuenta con un empleo formal.
En suma, la popularidad de López Obrador no tiene nada de irracional o misterioso. Quizá escapa al sentido común de una clase media que creía en la racionalidad del sistema y asumía que solo había que corregir excesos y distorsiones para lograr la modernidad y el desarrollo. Pero no es el caso del México bronco y de los muchos agravios pendientes en nombre de los cuales el presidente busca un cambio radical. Visto así, su popularidad resulta explicable. Se nutre de dos factores que están a la vista: uno, una narrativa populista apoyada por políticas públicas claramente destinadas a favorecer a los pobres y a cuestionar a la élite. Dos, por un dato que está más allá del debate ideológico o del gusto político; los pobres son mayoría. ¿Por qué no habrían de apoyarlo?