A veces tengo la sensación de salir de mí misma y de observar el mundo con distancia olímpica, hasta el punto de llegar a verme junto a los demás, ahí abajo, a lo lejos, en el afanoso pataleo de la hormiga humana. Son momentos de rara clarividencia, porque no hay nada que ciegue más las entendederas que nuestro yo pegajoso e hipervalorado (qué importantes somos para nosotros mismos). Pero en esos instantes en los que soy capaz de imaginar el planeta y verme dentro de él, me vuelvo más lista y advierto las trampas, las incoherencias, las actitudes inmaduras que casi todos tenemos.
Por ejemplo, una cosa que, si se mira con algo de perspectiva, llega a dar mucha risa, son esas pomposas y reiteradas llamadas a la tolerancia que todos hacemos. Porque no hay más que fijarse un poquito para darse cuenta de que, cuando hablamos de tolerar a los demás, el 99% de los individuos se refiere a los demás que piensan como él o muy parecido; vamos, que como mucho están dispuestos a admitir alguna pequeña divergencia si sale del tronco común, pero desde luego lo que no van a aceptar de ninguna de las maneras es otro árbol. Nos ha fastidiado, eso no es tolerar; eso es fomentar tu propia horda. Lo que de verdad tiene mérito es no odiar instantáneamente a alguien que piense lo contrario que tú. Y que conste que no estoy hablando del todo vale; uno tiene ideas, tiene una sensibilidad determinada, tiene proyectos sociales que quiere y debe defender. Pero eso no es óbice para intentar no echar espumarajos en cuanto alguien disiente. Decía Einstein que, para ser un buen científico, había que dedicar un cuarto de hora al día a pensar lo contrario de lo que piensan tus amigos. Es un consejo formidable: conviene escuchar a quienes piensan distinto. Y luego, tras ese cuarto de hora, puedes volver, con más argumentos, a tus posiciones. O no. A veces, se aprende.
Claro que escribo todo esto desde mi minuto de distancia olímpica; porque luego, pasado ese momento de lucidez, vuelvo a entrar en mí misma y, como la inmensa mayoría de los humanos, tiendo a verlo todo rojo en cuanto alguien opina de manera divergente a la mía. Es más, a menudo el otro no tiene ni siquiera que opinar: ya les suponemos y adjudicamos nosotros las ideas. Y, antes de que hable, nos oponemos. Eso sí, luego reivindicamos la tolerancia. Todos reclamamos tolerancia, pero es la de los otros con nuestros principios, y no al revés. Venga, piénsalo un ratito y verás que es cierto.
Además, me parece que la sociedad española es especialmente energúmena. No digo que seamos los más sectarios, los hay igual de burros o puede que más, pero desde luego nuestro apasionamiento nos ciega y envenena. No sabemos debatir e intercambiar opiniones; la modalidad patria es discutir a gritos. Hay dos herramientas sociales importantísimas que nunca se han enseñado en España, lo cual es lamentable. Una es la habilidad de hablar en público; a los niños anglosajones los educan en la exposición oral desde la guardería; nosotros, en cambio, nos morimos de vergüenza y pundonor y farfullamos. Y la otra carencia colosal es el aprendizaje del debate; del respeto al turno de palabra, de la obligación de escuchar al contrario. Deberían entrenarnos desde niños a domesticar el energúmeno interior.
Pienso en todo esto ensordecida y dolorida por la crispación y el griterío reinante. Y pienso también, en uno de esos momentos de distanciada lucidez (que luego, ay, se pasan), que lo que estamos viviendo con la pandemia es tremendo y terrible. La fabulosa capacidad de adaptación de los humanos, tan salvadora, nos impide tener una clara conciencia del trauma que estamos experimentando. Del terrible dolor que causan tantos muertos, de lo alucinante y demoledor de los confinamientos, de la atrocidad de no poder despedirte de tu gente querida, de la pena y el miedo y la extrema soledad y las secuelas psíquicas, físicas y económicas. Estamos viviendo una tragedia mundial, quizá la mayor prueba de nuestras vidas, ¿y sólo sabemos chillar y odiar? Una pena, porque en realidad lo único que podemos hacer contra la covid, lo único que lograría ayudar y ayudarnos, es intentar fomentar la empatía, estrechar la cohesión social y ser buenas personas, maldita sea.