El 6 de diciembre pasará a la historia de Venezuela como un oscuro día de derrotas. Las elecciones parlamentarias celebradas por el chavismo son el evento comicial más infame de que se tenga memoria en el país, y esto es bastante decir en una nación corroída desde hace un siglo por caudillos, dictadores y corruptos. Este domingo perdió el chavismo y también la oposición, perdió toda América Latina y la comunidad internacional. Pero la más dolorosa de las derrotas, fue la de los treinta millones de venezolanos, los que padecen a diario los rigores de una crisis interminable, y los que, huyendo de ésta, andan desperdigados por el mundo.
Aunque el chavismo logró su objetivo de tomar el control del parlamento, perdió. Porque llegaron al extremo de amenazar a los venezolanos con someterlos a una “cuarentena de hambre” si no salían a votar, y aun así el país respondió con abstención. Y ese es el mayor revés que pueden recibir los déspotas: que el pueblo deje de tenerles miedo. Cierto: a partir del 5 de enero, cuando la nueva Asamblea asuma su período, Maduro contará con un parlamento a su servicio. Pero perdió esa minúscula pizca de credibilidad que podía quedarle ante esa izquierda recalcitrante y retrógrada que todavía podía sostenerlo. ¿Cómo defenderán ahora un régimen que usurpa a los partidos para obligarlos a participar en unas elecciones amañadas? Eso sucedió esta vez: Maduro destituyó a los líderes de las fracciones opositoras, y en su lugar puso aliados suyos, quienes, en nombre de los partidos tradicionales, aceptaron inscribirse en las legislativas. La variedad de colores presente en el tarjetón electoral de este domingo es un circo tan malo, que raya en lo ridículo.
Pero también perdió la oposición. Y no por los resultados, que esos ya estaban escritos desde hacía meses. Perdió porque, terminado su quinquenio, se mostró incapaz de administrar la confianza que el pueblo le concedió en 2015, cuando ganó las legislativas. Perdió porque no pudo cristalizar la esperanza de los casi ocho millones de venezolanos que esa vez le dieron su voto. Perdió porque, al amanecer de esa victoria, fue torpe y triunfalista, y tras cinco años deja un balance lamentable de desaciertos, ninguna ley que proteja a los más vulnerables, ningún decreto digno de recordar, ninguna política pública que le sirva de legado. Y al frente de la oposición, también perdió Juan Guaidó, porque termina su segundo mandato legislativo sin cumplir la promesa de lograr la salida de Maduro.
Pero también perdió la comunidad internacional. Porque quedó demostrada la impotencia de la vía diplomática. Porque ayer comprobamos que el Grupo de Lima no sirve para nada, y que el llamado Grupo Internacional de Contacto es una opereta sin gracia. Porque la condena de la Comunidad Europea se queda en rimbombantes declaraciones de papel, y las amenazas de Trump se han convertido en bravatas de baladrón. La línea dura impuesta contra Maduro recuerda a la aplicada a la Cuba de Fidel en los años sesenta, y el reconocimiento a Guaidó como presidente interino podría compararse al que recibió Charles de Gaulle como líder de la Francia libre durante la Segunda Guerra Mundial. Y a pesar de tanto, el domingo Maduro volvió a burlarse de todos. Un peligroso recordatorio para una región fértil en autócratas: un gobierno puede hacer lo que le dé la gana, y la comunidad internacional no hará nada para evitarlo.
Pero la mayor de las derrotas la sufrió el pueblo venezolano. Porque poco importa quiénes deliberen en el hemiciclo, si no pueden proponer salidas a la crisis. Y hoy, el país amanece sumido en la misma podredumbre de ayer, contando millones para ir al supermercado, haciendo filas kilométricas para cargar combustible en una nación petrolera, con niños escuálidos y sin comedores sociales, con hospitales temblando ante los apagones y los cortes de agua, y con madres y padres despidiendo a sus hijos que, imaginando mil aventuras, se marchan al extranjero buscando el futuro que les robaron en su país. El 6 de diciembre solo hubo perdedores, porque en política, de nada sirve ganar si no se ofrecen soluciones. Por eso, hoy tenemos todos en la garganta un nudo insufrible, un regusto insoportable que sabe a fracaso.
Periodista venezolano y corresponsal de DW en Latinoamérica.