A finales de noviembre se celebró una cumbre del G20 en Arabia Saudí que pasó bastante desapercibida. Nada que ver con el fulgor y la atención pública puesta sobre aquellas primeras reuniones de esta formación G en Washington y Londres, en los primeros albores de la Gran Recesión, en las que se pretendía —nada menos— que “refundar el capitalismo”. En Riad se juntaron los líderes de los principales países para dar un paso adelante en la financiación y distribución de las vacunas contra la pandemia de la covid-19, y en la renegociación de la deuda pública de los países más pobres, algo íntimamente relacionado.
Casi todo lo que salió de allí fue retórica. Pero entre la hojarasca del comunicado final había un punto al que conviene agarrarse: se definía la “inmunización extensiva” del virus (la vacuna) como “un bien público global”, quizá la fórmula para reconocer que la pandemia es, por naturaleza, global, y por tanto que no se pueden aplicar únicamente soluciones nacionales si se quiere ser eficaz en la lucha para su desaparición.
Distintos economistas han estudiado, a lo largo del tiempo, la naturaleza de los bienes públicos globales. Años antes de que le concedieran el Nobel de Economía, Joseph Stiglitz identificaba cinco bienes públicos globales: la estabilidad económica (como se demostró durante la Gran Recesión); la seguridad internacional (los países no pueden defenderse en solitario ante, por ejemplo, un ataque nuclear o, lo más actual, contra los efectos de una pandemia viral); la protección del medio ambiente (el cambio climático lo sufre todo el planeta, independientemente de qué países sean los mayores responsables de las emisiones de gases de efecto invernadero); las organizaciones multilaterales de asistencia humanitaria que actúan en crisis como la siria o la migratoria; y el conocimiento, cuya transmisión no depende de las fronteras entre Estados y cuya validez es, de forma natural, universal.
A los bienes públicos globales se le ponen, al menos, tres características: su “no exclusividad”, lo que significa que una vez que el bien se ha producido sus beneficios están al alcance de todos, incluidos los gorrones que no participaron en la producción o distribución de dicho bien; su “no rivalidad”, por la cual el consumo de una determinada cantidad de dicho bien por parte de un grupo de ciudadanos o países no reduce la oferta disponible para otros; y su “universalidad”, porque sus beneficios deben ser para todos (grupos de población o países).
Los países ricos están comprando masivamente dosis de las distintas vacunas, mientras los pobres se quedan atrás. A pesar del cierre de fronteras o de los límites a la movilidad de las personas, ello significa que la capacidad de contagio sigue existiendo. Como ha dicho alguien, la vacunación que se ha puesto en marcha sigue el mismo esquema de “sálvese quien pueda” que se vivió en la primera fase de la pandemia con las mascarillas o los respiradores. Para evitarlo, hace unos meses el ex primer ministro laborista británico, Gordon Brown, lideró una demanda al G20, que representa a dos tercios de la economía mundial, en la que se pedía una acción conjunta contra la pandemia (producción y distribución de las vacunas). Siendo Brown premier de su país se activó el G20 como “foro principal de cooperación económica internacional”, sustituyendo a otras formaciones G menos representativas como el G7, el G8, incluso el G14, o a un inoperante Consejo Económico y Social de la ONU, compuesto por 54 miembros y enterrado por su extremada burocratización.