José Antonio Ramos Sucre fue un poeta que siempre escribió en prosa. ¿Prosa, poesía: dónde comienzan la una y la otra? La palabra del poeta es siempre una. Una sola la voz con que interroga al universo. “Nada es poético hasta que la poesía lo toca”, dijo alguna vez el venezolano Enrique Bernardo Núñez. Afirmación que podría perfectamente aludir a Ramos Sucre, quien hacía de todos los tópicos poesía porque poética era su forma de nombrar.
Ramos Sucre fue un solitario que alguna vez afirmó sentirse prójimo de la humanidad toda; pero que, al mismo tiempo, dijo detestar “íntimamente a mis semejantes, quienes sólo me inspiran epigramas inhumanos”. En la obra de Ramos Sucre ciertos signos se repiten: la negación del espacio y el tiempo que lo rodean, la continua verbalización de mundos de irreal fantasía… Aislamiento, dolor e imaginación como signos de una estética, expresiones del soliloquio de un ser humano ante una refutada realidad.
Muy fugazmente, me detengo en tres poemas entresacados de cada uno de sus libros: “El elogio de la soledad”, perteneciente a La Torre de Timón; “El superviviente”, de El cielo de esmalte; y “El presidiario”, de Las formas del fuego. Los tres, breves destellos de hallazgos esenciales, mezcolanza de actitud de vida y signo verbal. Leemos en “El presidiario”: “La aldea en donde pasé mi infancia no llegaba a crecer y a convertirse en ciudad. Las casas de piedra defendían difícilmente de la temperatura glacial. Habían sido trabajadas conforme a un solo modelo desusado”. La aldea que no llega a ser ciudad; las casas de piedra siempre frías… El poeta no lo dice directamente, pero es obvia su urgencia por huir de ese lugar pequeño, encerrado; de esa geometría de inamovilidad y consunción, y que es el punto de partida de eso que Ramos Sucre enuncia en el segundo poema, “El superviviente”: “Yo me insinúo en la muchedumbre de los vencedores y reprendo el desmán y la jovialidad incivil. Mi intrepidez en el umbral de la muerte y la asistencia de Virgilio me confieren el privilegio de una vida inmune.” Respuesta de Ramos Sucre a su convicción de habitar un lugar de encierro del cual es necesario escapar. ¿El mecanismo de la huida? La escritura, el arte, la belleza. Ellas permitirán al poeta elevarse por sobre el vacío que lo circunda. O soslayarlo. O llenarlo.
Escritura como maravilloso recurso que precisa, sobre todo, de soledad; mucho más que requisito de inspiración, la soledad es actitud, propósito y hasta condición de existencia. La soledad lleva al poeta a convertir su escritura en muro, separación; expresión de autonomía y libertad necesarias. En “El elogio de la soledad”, dice Ramos Sucre que, para muchos, la soledad es “prebenda del cobarde y del indiferente”; pero que para él es: identificación y cercanía con los “santos que renegaron del mundo y que en ella tuvieron escala de perfección y puerto de ventura”. La soledad es un mecanismo que le permitirá no rehuir “mi deber de centinela de cuanto es débil y es bello, retirándome a la celda del estudio…”
Alguna vez escuché calificar a la realidad de “obesa”. A esa obesidad opuso Ramos Sucre la “ligereza” de su fantasía; fantasía de la historia y de sus mitos, fantasía de una temporalidad idealizada por el poeta, quien, gracias a su palabra, logra escabullirse de la hostilidad de lo real y cumplir una apuesta consigo mismo: aprender a convivir con su sufrimiento y de esa convivencia derivar formas poéticas.
El 9 de junio de 1930 murió José Antonio Ramos Sucre. Se suicidó al creer que estaba enloqueciendo. Fue, sin duda, la conclusión de una existencia dolorosa, trágica; sin lugar a dudas, una de las más peculiares del paisaje cultural venezolano.