Los regímenes populistas, aun cuando exhiban rasgos tiránicos alarmantes, suelen absorber objeciones institucionales. Defienden una visión de la vida pública para la cual la división de poderes, la libertad de expresión o el pluralismo partidario son ideologemas puestos al servicio de una dominación oligárquica. En cambio, hay una impugnación mucho más corrosiva. La que denuncia un estado de malestar social originado en la marginalidad y la pobreza. Las críticas desde ese ángulo son intolerables porque ponen en tela de juicio el supuesto en el que esos sistemas se justifican: la promesa de un distribucionismo igualitario capaz de realizar el cielo en la tierra. Esta es la razón por la cual el chavismo, en Venezuela, está llevando su autoritarismo hacia una nueva frontera. Ya no alcanza con intervenir a las agrupaciones políticas. Ha comenzado un avasallamiento sobre las asociaciones humanitarias de la sociedad civil.
Que bajo el mando de Nicolás Maduro hayan florecido las organizaciones dedicadas a combatir el hambre y la enfermedad no debe llamar la atención. Uno de cada tres venezolanos está subalimentado. Nueve de cada diez son pobres. La desnutrición infantil alcanzó niveles africanos. Más de cinco millones de personas dejaron el país en busca de una vida más digna. Son las cifras de la emergencia humanitaria.
El colapso sanitario es tan severo que produjo lo imposible. A comienzos del último junio, los funcionarios de Maduro acordaron con el infectólogo Julio Castro, asesor de la Asamblea Nacional presidida por Juan Guaidó, un pedido conjunto a la Organización Panamericana de la Salud para que envíe recursos financieros para afrontar la covid-19.
En un contexto tan delicado se multiplicaron las entidades destinadas a la solidaridad. Pero desde hace unos meses, la dictadura comenzó a perseguirlas. El chavismo ha ido elaborando un aparato legal que sirve como coartada para el acoso ya no de disidentes, sino también de grupos dedicados a la promoción social cuyas actividades no controla. Entre esas regulaciones hay una ley que castiga a las personas que tengan conductas o emitan mensajes inspirados en el odio o la intolerancia. La misma ambigüedad caracteriza a las reglas contra acciones con una supuesta intencionalidad terrorista.
El caso más reciente, y más escandaloso, en la aplicación de este tipo de normas ha sido el desalojo de la sede de la red Alimentar la Solidaridad y, sobre todo, el pedido de captura de su fundador, Roberto Patiño, que fueron informados por Florantonia Singer en El País, el pasado 20 de noviembre. Alimentar la Solidaridad es un programa lanzado hace ya cinco años, que gestiona la comida diaria de unas 25.000 personas a través de 238 comedores comunitarios. El emprendimiento es interesante por varios motivos. Promueve la organización de los mismos beneficiarios, que administran la infraestructura y aportan su trabajo, como muchos otros voluntarios. Además, adquiere los alimentos de productores de todo el país, evitando intermediaciones costosas y, muchas veces, opacas.
El último progreso de la agrupación fue la firma de un convenio con la tradicional Save the Children, para la entrega de recursos directos a unas 300 familias a través de tarjetas emitidas por Banesco, una empresa financiera internacional, que es líder en Venezuela.
El Sebin, que es el servicio de espionaje del régimen, produjo allanamientos y se lanzó detrás de Patiño, a pesar de que no es el responsable institucional de Alimenta Solidaridad. Estas agresiones encendieron varias alarmas fuera del país. Una de ellas llegó desde el Vaticano: el secretario de Estado, Pietro Parolin, se comunicó con la cancillería chavista para manifestar su preocupación. No debe asombrar. Parolin fue nuncio en Caracas. Y en la creación de Alimentar la Solidaridad intervino Alfredo Infante, un jesuita, como el papa Francisco. Por la suerte de Patiño se interesó también Keith Mines, uno de los líderes del United States Institute of Peace, una agrupación muy próxima a Juan González, que está entre los principales colaboradores de Joe Biden en temas latinoamericanos. Esta alarma, que fue expuesta ante el canciller Jorge Arreaza, es crucial: podría endurecer al Instituto de Mines, que está destinado a ser un puente para las primeras conversaciones entre el nuevo Gobierno demócrata y Caracas.
El ataque sobre Patiño y su ONG forma parte de una rutina sistemática. La semana pasada la Fuerzas de Acciones Especiales de la Policía Nacional ingresaron a las oficinas de Convite, una asociación destinada a proveer alimentos y medicinas a adultos mayores e indigentes. El ardid fue alegar una denuncia por manejo de explosivos para poder llevar detenidos a los directivos Luis Francisco Cabezas y Patrizzia Latini, que fueron liberados en un par de horas.
Una agresión similar se produjo en septiembre, en Caracas. El blanco fue la asociación Acción Solidaria, que asiste a pacientes con VIH y otras enfermedades. En mayo, los agentes del espionaje allanaron la casa del grupo Un Mundo sin Mordaza, dedicado a promover los derechos humanos. También la asociación Médicos sin Fronteras fue hostigada.
Pocas horas después del ataque a Convite, un grupo de expertos en derechos humanos de las Naciones Unidas llamaron denunciaron este avance sobre las ONG. Clément Voule, Irene Khan, Mary Lawlor y Foinnuala Ní Aoláin señalaron que “dada la preocupante situación socioeconómica en la que se encuentra el país, que empeoró durante la pandemia, las organizaciones de la sociedad civil nacionales e internacionales son más esenciales que nunca para garantizar el acceso a las necesidades y los servicios básicos respetando los derechos humanos”. Añadieron que “su papel en la protección de los derechos humanos y en la asistencia a las poblaciones vulnerables debe ser protegido, no socavado”.
Human Rights Watch también sigue de cerca estas violaciones a las garantías elementales para las personas y entidades humanitarias.
Los funcionarios de la ONU llamaron la atención sobre un proyecto que ya fue insinuado por algunos jerarcas del chavismo. La pretensión de, establecida la nueva Asamblea Nacional a partir de las cuestionadas elecciones de comienzos de este mes, emitir leyes que impidan el financiamiento internacional para organizaciones no gubernamentales venezolanas. Los entes que regulan la actividad bancaria están hace semanas pidiendo información sobre cuentas de las ONG.
La posibilidad de que se avance en este tipo de legislación forma parte de la visión que el chavismo tiene de las asociaciones de trabajo social y sanitario. Son vistas como máscaras de una infiltración imperial de motivaciones golpistas. Este tipo de paranoia es ajeno a la ideología. El brasileño Jair Bolsonario, devoto de Donald Trump y ultraderechista, cree los mismo de las organizaciones que luchan por la preservación del medio ambiente.
Para el régimen venezolano, los voluntarios que luchan contra el hambre y las enfermedades deben ser perseguidos por dos motivos principales. Arrebatan al proyecto populista el monopolio del contacto con los más necesitados. Y denuncian, aun sin proponérselo, que la revolución del siglo XXI naufraga en una catástrofe humanitaria.