“Cuando cruzaba hacia San Pablo, un cornetazo brusco, un soplo poderoso y Panchito Mandefuá apenas quedó, contra la acera de la calzada, entre los rieles del eléctrico, un harapo sangriento, un cuerpecito destrozado, cubierto con un paltó de hombre, arrollado, desgarrado, lleno de tierra y de sangre”. José Rafael Pocaterra.
De la pluma del valenciano Pocaterra salió este, nuestro cuento navideño, una suerte de villancico con propensión de denuncia social, en esta obra Pocaterra emplea los mismos recursos de Charles Dickens, haciéndolos vernáculos y colectiva la perversidad, la maldad y la indiferencia de Mr. Ebenezer Scrooge, el huraño empresario quien tenía el alma negra y amarga. Hecha la referencia nuestro cuento de navidad se aproxima a los rigores, agobios y penas de un granuja, un muchacho de la calle, un personaje de los cuentos grotescos de Pocaterra, con los cuales busca de manera inversa a la de Edgar Allan Poe, representar lo feo y repulsivo en la expresión ridícula y deforme de las posturas humanas, articuladas bajo la narrativa poética que exalta la compasión, la solidaridad y la ternura.
Pocaterra impone en su técnica, la denuncia de las brutales condiciones infringidas a la población desde la tiranía brutal y oscura de Juan Vicente Gómez, cual sentencia del cuervo atemporal de Poe posado sobre el busto de Palas, la frase “nunca más” se ha repetido como magistral sentencia para enderezar los hilos rotos del devenir de esta ex república y ahora ex país, que vuelve a los pesados, sucios y mustios años de las más brutales tiranías del siglo veinte con atavismos del siglo diecinueve. Es así como esta frenética Venezuela se vuelve grotesca en su contexto panegírico, se vuelve torva y se descompone justo en los giros del lenguaje que buscan significar igualdad, democracia, justicia y progreso, para producir exactamente lo contrario.
Es así como en esta, la era líquida de las impersonales redes sociales, desde las cuales se pretende hacer ciencia, academia y ciudadanía; estas se vuelven vacuas, frías e inútiles, a los fines de instrumentalizarlas para fines del ejercicio de la civilidad republicana. El fenómeno de la miseria, la pobreza lacerante y la brutalidad gubernamental renacen, cual pústulas tumefactas en las cavidades de un macilento y corrompido cuerpo estatal.
En medio de nuestros peores tiempos, la pobreza nos retrotrae a los cuentos grotescos de la Venezuela de Pocaterra, a ese lejano 1922, en cuyas calles se sorteaba la vida ese niño mendigo, el hijo de nadie, el sin familia, siempre hambriento y fraguado en los rigores del pulso callejero del menesteroso, Panchito Mandefuá, el protagonista de aquella Navidad bucólica de un país recién encaminado en el manejo del recurso petrolero, que jamás logró cerrar la brecha entre los miserables y quienes tienen la dicha de contar con un cena de navidad, una hallaca y una familia.
Así nos describía Pocaterra los momentos de felicidad en los cuales los personajes de sus cuentos grotescos encontraban la vía expedita para tener algún espacio para la alegría, propio hasta de las niñas viejas y solteronas con cara de garduña, que habitaban las casas de la gente acomodada.
Ahora bien el Panchito Mandefuá granuja, bautizado con la mugre y los desprecios, siempre hambriento, anarquista y sin ley, era aun y por mucho, más feliz que muchos de nuestros niños de la calle, esos a los cuales la demagogia desmedida de Chávez les prometió sacarlos de la calle y no solo los desamparo, en cada callejón sin salida de la vida, sino que defenestró a casi el 80% de toda nuestra población a la miseria y la ingesta de la basura, de la cual el huérfano Mandefuá, jamás comió, pues la venta de sus billetes de lotería le arrimaban un miserable medio o un centavo para la compra de un pastel, una tostada y hasta un gofio, un verdadero superalimento apto para ganar masa muscular y fortaleza, esa que le permitían a Panchito, correr calle arriba y calle abajo y hasta cargar un paltó hecho harapos que le llegaba a las corvas, nuestros niños de la calle, los de los sectores populares, los hijos de los migrantes nacen yertos, cadavéricos, con bajo peso, desnutridos, paridos en las calles, en los bancos de las plazas, en las salas inmundas de los templos de dolor y muerte en los cuales se han convertido los hospitales, los hijos de todos se nos mueren en las fronteras terrestres y marinas de esta República que tortura.
No pueden nuestra infancia disfrutar de la simple transacción de aquel abyecto centavo, usado por Mandefuá para comprar algún alimento y hasta una golosina acaramelada, ni siquiera pueden gozar de la claridad mental que brinda una mente alimentada, para pasar el dedo por una vidriera en la cual se exhiben dulces y pasteles y llevársela a la boca, para el desarrollo de esta actividad, se requiere un esfuerzo cognitivo y vital que una mente desnutrida no puede lograr, así mismo nuestras Margaritas, la compañera y tal vez el primer y único amor de Panchito, no lloran desconsoladas, por el temor al látigo como castigo por haber tirado una bandeja de dulces, no son tan inmediatos y nimios los temores de nuestros niños del holodomor.
Los temores de nuestra mísera infancia del siglo XXI, son la violencia, el hambre que lacera y marca, que produce un daño antropológico inmenso, que supera con creces las fuerzas de la caridad cristiana de Cáritas y deja ya sin capacidad de diagnóstico a la buena doctora Susana Rafalli, quien advierte a una hegemonía indolente y a una comunidad internacional absorta en convenientes debates, de los riesgos de esta orfandad colectiva de nuestra niñez, con hambre y enferma, unos personajes incluidos en el teatro de la crueldad desarrollado en el país. Un recurso propio de Artaud, el horror vuelto acto cotidiano.
Este relato de Pocaterra, me viene cual epifanía en esta inusual navidad, la cual además de coincidir con 22 años de horror y siete años de miseria sin comparación, tienen el coeficiente del dolor propio de una pandemia, que amenaza con asfixiarnos hasta del aire, lo único aún gratis en este país dolarizado de facto.
Unas navidades señaladas por la imagen tabú de connacionales flotando en el implacable mar de la felicidad, escapándose desde una Güiria infernal, hacia una inmisericorde Trinidad y Tobago; unas navidades en las cuales la desigualdad es mucho más obvia y cruel que la narrada en el cuento de Pocaterra, la realidad que conecta este cuento grotesco en las memorias de un venezolano en decadencia, en pleno siglo XXI, es la misma pesadez acerada y saña asesina, de aquel carro envuelto en vapores de gasolina que aplastó a Panchito Mandefuá, mientras soñaba con la hallaca, el café y algún dulce que pudiera comprar luego de haber hecho la verdadera caridad cristiana, con Margarita frente al dilema de recibir una tunda, por haber dejado caer una bandeja con dulces en la casa donde servía, casi en condición de esclavitud y sin salario, otra característica que iguala la historia pocaterrana, con la destrucción salarial que vive este país en pleno siglo XXI, dejando a miles de niños y adultos sin la capacidad de soñar con un plato de comida decente, en todo el año y en espacial en estas crudas y decretadas navidades de las pestes, la de la pandemia de Wuhan y la peste de la falta de libertades.
Este artículo será publicado, en Noche Buena, tal vez cientos de Panchitos Mandefuá, cenarán en la gloria del padre con el propio Niño Jesús, ese al cual ya ni se le escribe, pues no puede dejar nada, en los umbrales de las casas, ese que cenará con los náufragos del bote de Paria y de Venezuela entera. Tras este naufragio, la cena a la que estamos convocados es la cena con nuestro señor Jesucristo, encontrándonos en el auxilio y amparo del pobre, en la solidaridad como egoísmo valido y permitido, frente a las miserias del hombre.
Unas navidades pobres, duras y tristes, solo felices para los jerarcas del régimen, con hoteles en el cerro Ávila, al cual me niego a cambiarle el nombre, pues apelo al poder de la lengua y a su libérrima capacidad para significar algún día un contradiscurso, válido y útil lejano al monólogo charlatán del opresor, que imponga libertad, en el discurso y en la mente.
Espero que este encuentro con el verbo y con su justicia divina, apelada no desde la impotencia de las formas de las beatas y fariseos, sino en el contexto teológico del término justicia divina, que supone atemporalidad y confianza en la idea de la bondad, la alteridad y la solidaridad, que solo existe en la fe, como instrumento para soportar esta borrasca, siendo mejores y más cautos para evitar volver a repetir estos errores. Una idea de justicia de Dios, ante las limitaciones de aquella que construyen los hombres, al fin y al cabo con las limitaciones propias de nuestra especie y con la evidente carga de maldad, que algunos jamás logran decantar.
Otra navidad más, de estas últimas veintidós, una muy triste y pobre, con un tapabocas reusado y vuelto a lavar para evitar el contagio y evitar el rictus emético que produce tanto horror, tanto relato en verdad grotesco, tanta fetidez producto del triunfo de las nulidades sobre las virtudes, del fracaso de la decencia, ante el atajo y la impostura, un tapabocas o mascarilla, que en el caso venezolano es un miserable harapo, un trapo inmundo usado para no oler el grado supino de descomposición social al cual hemos llegado, quizás un tapabocas mordaza que además sirva para anestesiar colectivamente a toda una sociedad, que al parecer se dejó arrollar, como el buen Panchito, lacerado y desgarrado en sangre y polvo, envuelto este su cuerpo hecho hilachas, con los harapos deshebrados de su pobreza.
Cristo nacerá en los callejones inmundos, en la calle en la cual nacen los hijos de las pobres venezolanas, a quienes se les impone un parto inhumano, propio de las bestias y las fieras, nacerá en las ergástulas de los cientos de secuestrados por la tiranía, nacerá en el medio del miedo y la censura, para que de la mano de su evangelio, podamos gritar y chillar por nuestro derecho a denunciar estas tropelías propias de Herodes y Tiberio; nacerá en los botes de la muerte, en los cuales el mar se cuela para escupir los cuerpos de cientos, a quien decidió no esconder en sus oscuras entrañas, porque la verdad flota.
Que cristo nazca para redimirnos a todos, para ser crucificado en cientos de tribunales trocados en sanedrines inmisericordes, pero también para demostrarnos que es humano expoliar a los mercaderes del templo, a esa heredad que ofende la presencia de Dios, que sus sermones en la montaña sean las bienaventuranzas propias, de los desterrados, injustamente perseguidos y atormentados por un Estado total.
Venga pues Cristo, nacido de nuestra madre de Coromoto y al amparo del buen san José obrero del señor, para que bendiga a nuestras atormentadas familias, para que la cena no sea un premio celestial, enjugado en lágrimas de duelo terrenal, sino que por el contrario escuche nuestras suplicas y nos dé de beber y de comer el pan y el vino de la justicia y la libertad, asimismo nos bendiga con la luz de la verdad, única, plural e incontrovertible y que su bendita luz disipe estas gruesas y sórdidas sombras, que hace veintidós años nos cayeron cual plaga bíblica.
Que nuestro Niño Jesús, venga a este mundo para hacer viva una de sus bienaventuranzas y seamos saciados los que tenemos hambre y sed de justicia. No puedo desearles Feliz Navidad, sería una burla o una conveniente frase refleja, les deseo la compañía, el amparo y la justicia del verbo encarnado, su necesaria presencia no solo esta noche buena, sino en cada pesebre humano de nuestros corazones, que sea esta triste navidad el comienzo de un tránsito hacia la introspección y expiación de las culpas individuales y colectivas, una oportunidad para renacer todos y tal vez encontrar la libertad en este atormentado país o tal vez, empacar nuestros recuerdos y llevar a Venezuela en cada recuerdo y memoria, logrando advertirles al mundo, sobre los rigores de un naufragio colectivo y grupal.