Un artículo aparecido en The Economist —firmado por el insoslayable Bello— discurría en noviembre pasado sobre el latinoamericano fenómeno de los presidentes del tipo “cuídame la silla mientras me hago reelegir”.
The Economist hablaba del asunto como si se tratase de una tendencia reciente, o eso creí entender. Ofrecía como ejemplos varias duplas de actualidad: Luis Arce, el subrogado de Evo Morales en Bolivia que se esfuerza por no parecer un cuidador del puesto; Alberto Fernández, haciéndose el autónomo en la Argentina sin conseguirlo nunca; Rafael Correa, disponiéndose a salvar de nuevo a su país, solo que esta vez como vicepresidente en la fórmula electoral del economista Andrés Arauz Galarza.
La idea, comentan en Quito, sería replicar la experiencia Kirchner-Fernández; Correa tomaría el papel de la Kirchner, pero con un designado previsiblemente dócil y no artero como resultó su sucesor Lenín Moreno. Parece el opening del episodio piloto de una serie política escandinava.
Un ciudadano es invitado a posar provisionalmente como presidente del Ecuador y en su primera noche en el Palacio de Carondelet, justo mientras se descalza y se estira y se toma el whisky justiciero de los presidentes electos escucha una voz macbethiana reverberar en las galerías de su cerebro. La voz dice: “el presidente de Ecuador se llama Andrés Arauz Galarza y Andrés Arauz Galarza eres tú: ¡nadie te ha regalado nada!, esta banda de satén tricolor te la has ganado a pulso. Rafael Correa que regrese a Bruselas a comer mejillones con patatas fritas”.
Esta posibilidad, tan nuestra, se esfumó, ciertamente, cuando en la hora once inhabilitaron a Correa para ejercer cargos de elección popular. Lo cierto es que la alternancia, apartarse del poder una vez vencido el período y hacerse a la idea del retiro, sencillamente no está en nuestra naturaleza. ¿Es algo cultural?, ¿o tendrá que ver con el maíz?
Recuerdo una caricatura del gran Pedro León Zapata, publicada en la revista Imagen de Caracas, allá por los 80. Ilustraba la reseña de una reedición venezolana del libro de Jacques Lafaye sobre la conquista de América. Un totonaca “de a pie” sale al encuentro de Hernán Cortés. “Menos mal que llegaste, güey: Moctezuma está hablando de reelegirse otra vez”.
El embajador mexicano, el desaparecido Jesús Puente Leyva, consignó su molestia en un artículo que la revista hubo de publicar. El artículo hacía valer paladinamente que la constitución de México consagra la no reelección. Zapata respondió con otra caricatura: una Catrina risueña, evocativa del pincel de Posada, declama: “no le hace: para eso está el tapado”. Se hicieron grandes amigos, Zapata y el embajador.
Un destacado economista chileno, Sebastián Edwards, en entrevista concedida a este diario en octubre pasado, observaba que juntando dos reelecciones y el actual gobierno uribista by proxy, veremos que tan solo dos personas han gobernado Colombia desde comienzos de este siglo.
En Venezuela, en otro tiempo, dejábamos pasar dos períodos antes de dejarnos embaucar nuevamente: así, entre 1958 a 1998, dos hombres ocuparon la presidencia durante dieciséis años de nuestras vidas. Luego vino Chávez y puso en boga en todo el continente la reelección indefinida que los aúlicos de Evo Morales consideraron “derecho humano universal”.
La oposición venezolana acaba de hacer un singular aporte a los anales de la reelección en nuestra América: Juan Guaidó podrá ser reputado desde ahora como el único presidente interino que ve prolongar sine die su mandato.
La prórroga resulta de un acuerdo alcanzado en la última sesión del año por los diputados de la Asamblea Nacional elegida en 2015 que aún no han sido asesinados, desterrados o secuestrados por la dictadura de Maduro. El lapso constitucional de la hasta ahora legítima Asamblea expira en la primera semana de enero. Con ello, expiraba también legalmente el interinato.
La prórroga no cuenta con apoyo unánime: Acción Democrática, el partido opositor con mayor representación en la Asamblea Nacional, se abstuvo en la votación, aunque sin negar apoyo a la persona de Guaidó como presidente interino. Se quejan, entre otras cosas, de que el acuerdo restringe las funciones de control legislativo del interinato a una reducida “comisión delegada” integrada por diputados afines a Guaidó.
El acuerdo desliza un párrafo muy zascandil que aquí destaco en bastardilla: “la continuidad constitucional será ejercida (…) hasta que se realicen elecciones presidenciales y parlamentarias libres en el año 2021, ocurra un hecho político sobrevenido y excepcional en 2021, o hasta por un período parlamentario anual adicional a partir del 5 de enero de 2021”.
“Un hecho político sobrevenido y excepcional” en la Venezuela actual podría ser cualquier cosa. Un magnicidio, un suicidio presidencial, quizá un golpe militar. O la prisión o el destierro del presidente interino.
La frase, sin embargo, luce más bien como una fórmula cautelar claramente destinada a Juan Guaidó y recomendada por la inveterada tendencia de los designados latinoamericanos a desentenderse del jefe y, como decimos en Venezuela, quedarse con el coroto. “Si pasa una vaina rara, no inventes, chamo: tú quieto hasta que yo llegue”.
¿Quién pudo dictar esa salvedad? En un continente donde, tal como observa The Economist, crece el grupo de “presidentes apoderados que deben sus cargos al patrocinio de un líder más poderoso”, no puede pensarse sino en Leopoldo López. Me recordó una antigua, zumbona copla caraqueña: “allí vive el presidente; el que manda vive enfrente”.
La década comienza para el presidente interino con un discutible sustento constitucional, sin la deseable unanimidad parlamentaria, con un cada día más disputado y lejano acceso a los activos petroleros de la nación en ultramar y sin Donald Trump. Cada día más parecido al proverbial hombre superfluo. Mala cosa para todos.