Cuando una guerra llega a su fin y el ejército enemigo ha sido vencido y desarmado, siempre hay un soldado ingenuo y con poca cabeza que deja el fusil, lanza el gorro al aire y salta de la trinchera a pecho descubierto para celebrarlo. “¡Camaradas, la guerra ha terminado!” —grita con los brazos abiertos—. En ese momento, la última bala perdida lo mata. Puede que gracias a la vacuna esa sensación de victoria contra la pandemia cause también un número considerable de bajas todavía entre la gente alegre y confiada. En este caso, conviene recordar esa escena tantas veces repetida en las películas del Oeste. En plena ensalada de tiros en el poblado, un vaquero muy precavido coloca el sombrero en la punta de un palo y lo asoma lenta y cautelosamente por el filo de una esquina. Solo después de asegurarse muy bien de que nadie dispara, sale de su refugio y da la cara. De esta forma tan sabia debería comportarse uno en esta última batalla contra la pandemia, que sin duda acabará ganando la ciencia. La peor tragedia es la que está provocada por la alegría. Y mientras la victoria llega, ahora toca arremangarse y arrimar el hombro para recibir la vacuna como si se tratara de la sagrada eucaristía. A lo largo de 2021 esta será la imagen miles de veces repetida en los telediarios: la aguja de una jeringuilla cargada con toda la sabiduría de los científicos y del sacrificio anónimo entrando en la carne macerada de la humanidad. Pero arremangarse tiene también un sentido figurado más noble. Se trata de proponerse una alta meta que merezca la pena afrontar. ¿Un propósito de año nuevo? Por ejemplo, no morirse, aunque solo sea para ver cómo florecen una vez más los limoneros y volver a oír La flauta mágica de Mozart bajo un sol de primavera. En este caso, para que no mate la última bala al final de la pandemia, habrá que sacar con cautela el sombrero.