“Nicanor Parra encarnó una rebelión popular que en el fondo no era nada popular”
La narrativa chilena ha deparado en 2020 varios libros notables. Dos de ellos tienen por protagonista a un poeta. Poeta chileno se titula la última novela de Alejandro Zambra (Anagrama), justamente destacada como una de las mejores publicadas este año en lengua castellana. Por su parte, de Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970) se ha publicado en España su portentosa y muy recomendable biografía de Nicanor Parra (Nicanor Parra, rey y mendigo, Literatura Penguin Random House), un libro en buena medida excepcional, inclasificable, a medio camino entre el reportaje histórico y la crónica personal, y a la vez un insólito ejercicio de crítica literaria y cultural. Con este motivo conversamos con el autor, que aceptó responder por escrito a media docena de preguntas insidiosas.
La primera edición de Nicanor Parra, rey y mendigo apareció hace ahora dos años, en Santiago de Chile, publicada por Ediciones de la Universidad Diego Portales. Han sido dos años en que Chile ha sido sacudido por un verdadero terremoto social. Primero, el estallido popular de otoño de 2019. Luego, la pandemia. Y hace escasas semanas el plebiscito. ¿Qué queda, después de todo esto, del Chile de Nicanor Parra? ¿Imaginas a Nicanor comentando estos acontecimientos? La ciudad de Santiago arrasada y pintarrajeada con millares de grafitis… ¿es el paisaje final de la antipoesía? ¿Una distopía parriana?
Durante todo este tiempo me he preguntado muchas veces qué diría Nicanor de lo que está pasando. Seguramente cosas contrarias entre sí, sin por eso contradecirse él mismo. Creo que se sentiría parte de lo que pasó en la calle, porque sin duda lo era. Su figura, convertida en un personaje de Matrix, ocupaba el centro de unos de los murales que cubría el GAM (Centro Cultural Gabriela Mistral). El “corazón con patas”, creado por él, también aparecía con cierta frecuencia en los panfletos y afiches de las protestas, repitiendo frases de Parra o frases que no eran de Parra pero que se le atribuían (cosa que a él le habría encantado). El movimiento popular, desacralizador, abigarrado, destructor incluso, no podía dejar de conectar con el espíritu de la antipoesía, que “simplemente arrasó con todo”. Por lo demás, Parra sabía que no se podía contradecir a los “pingüinos”, como se llama en Chile a los estudiantes (por el extraño uniforme que llevan). En privado, sin embargo (pues en público habría mantenido un ambiguo entusiasmo), creo que dos cosas lo alejarían del movimiento. Lo primero es que el profesor Parra no dejaba de ser un hombre de orden que amaba las instituciones –sobre todo la Universidad de Chile y el Instituto Barros Arana, que fueron saqueados por los estudiantes– y que entendía que sólo dentro de ellas cabía subvertir las leyes. La reforma universitaria le pareció un horror, y la Unidad Popular, otro tanto. Anarquista desde los años setenta, sabía que el anarquismo, para ser posible, necesita de mucho orden, de mucha contención. También sabía que un carnaval, si no tiene fecha de caducidad, es una dictadura como otra cualquiera, o peor que otras, porque su dictador –que es todos y nadie– no se puede derrocar. Pero creo que otra cosa –más poderosa aún que, por ejemplo, el saqueo e incendio, por dos veces, del museo Violeta Parra– lo alejaría definitivamente de muchas cosas que han venido pasando desde su muerte en adelante. Nicanor Parra vivió la posmodernidad no como una tragedia sino como una oportunidad. No creer en ninguna redención, salvación o transformación social fue su credo final. Del feminismo, del animalismo, incluso del ecologismo de hoy le habría resultado insoportable, pienso, su total falta de humor, de ironía, de autocrítica, de autoescarnio. Le habría impresionado su arrogancia, su pretensión totalizadora. En un mundo que pide hasta a la locura una suerte de coherencia improbable, no sería bien visto que Nicanor Parra –que sabía decir una cosa y lo contrario– viniera a joder la paciencia y dudar y hacer dudar de todo.
Hablemos de la atracción de los contrarios. De lo que hizo que Rafael Gumucio se sintiera atraído y fascinado por la personalidad de Parra, hasta el extremo de dedicarle años de investigación y de trabajo y una monografía monumental, cuyo rasgo más poderoso es la forma en que has interiorizado a Parra, a tal extremo que Parra, rey y mendigo podría describirse, al menos a ratos, como un asombroso ejercicio de ventriloquia. Todos los que conocimos a Parra y hemos leído el libro nos sorprendemos de estar oyendo a Parra como si lo tuviéramos delante. Pero Gumucio es un escritor afrancesado, criado y formateado en un país –Francia– que ha sido sordo al impacto de la antipoesía, descendiente de una familia patricia chilena, cultivador de una poesía y de una prosa que incumple todos los preceptos parrianos, cultivador de un Yo desinhibido, impúdico, personalísimo, que asimismo incumple el precepto de radical impersonalidad de la antipoesía… ¿Cómo y dónde se produce la conexión Parra-Gumucio?
La pregunta que me haces atraviesa el libro de alguna forma. ¿Por qué yo y no tú, por ejemplo, escribo este libro? Señalas muy claramente lo que nos diferenciaba, y el mismo Nicanor no perdía oportunidad de señalarme esa distancia. Hablaba mal, siempre que podía, de la literatura francesa y de los franceses. La literatura era para él, como la ciencia, una serie de experimentos que anulaban los teoremas anteriores. No entendía la literatura como un ecosistema en que Proust no cancela a Montaigne, ni Shakespeare a Cervantes. El placer del texto era algo a lo que él daba muy poca importancia. Para él toda literatura era una “propuesta”, y así de Tólstoi le interesaba todo menos Ana Karenina y Guerra y paz. A mi me pasa exactamente lo contrario. Pero había algo que nos unía: nuestro común interés por la historia de Chile. La historia que yo investigaba, él la había vivido. Le interesaba en ella lo mismo que a mí: los panfletos injuriosos, las memorias personales, todo cuanto contribuye a poner en evidencias al poder y sus títeres. Me lancé a escribir sobre Parra como una forma de seguir escribiendo mi historia personal de Chile, que es el título de un libro mío que sí le gustaba a Parra y que sí al menos hojeó de manera bastante generosa. Eso es lo que nos unía: la historia de Chile. Pero me encontré con otra cosa que creo que explica por qué le consagré quinientas páginas. En muchos de los antipoemas de Parra aparece la figura de un hombre emasculado, extorsionado por su timidez, víctima de su delicadeza, lleno de fantasías de violencia y muerte que no sabe cómo cumplir. Un sujeto entrampado, mediocre y grandioso, que tanto cabe llamar “el galán imperfecto” (la impotencia sexual es otra de sus obsesiones), el energúmeno o el Cristo de Elqui. En mis libros aparecen personajes así, personajes que lanzan grandes discursos y hacen todo mal cuando les toca actuar. Esa sensación de humillación y miseria vivida de modo exhibicionista y payasesca que está en el fondo de muchos poemas de Nicanor Parra creo que es la esencia secreta de casi todo lo que yo escribo.
Hablas del compartido interés de Parra y tuyo por la historia de Chile. Me gustaría que profundizáramos sobre esto. Alguna vez me he oído decir a mí mismo que quien acertara a escribir una historia coral de los Parra –no sólo la de Nicanor, también la de la Violeta y toda la pléyade de hermanos sobrinos, nietos y compañía– acertaría a contar la historia entera de Chile. Pero no estoy tan seguro de que fuera así. Quedarían fuera de ese relato las elites y la plutocracia chilenas, tan decisivas en los rumbos del país. Y con las que Parra mantuvo una actitud a la vez suspicaz y consentidora. En cualquier caso, la historia de los Parra ilustraría la del Chile popular, quedando fuera de ella el Chile que a ti, por no ir más lejos, te resulta más familiar.
Tienes razón: los Parra son solo una parte de la historia. Quizás buscando contar la historia entera escribí antes del libro de Parra Mi abuela Marta Rivas. Creo que se pueden leer los dos libros como una especie de díptico, como reflejos dobles que dialogan y se completan y contradicen todo el tiempo. Mi abuela nació en 1914, el mismo año que Nicanor Parra. Hija de un ministro lleno de poder y prestigio, dos presidentes se pelearon por ser su padrino (al final lo fue su hermano mayor). A pesar de vivir en el mismo país, y tener muchos amigos en común, nunca conoció a Nicanor Parra, lo que confirma la segregación social chilena. Ella no conoció a Nicanor pero su hermano mayor (su padrino), Mario Rivas, tuvo un rol preponderante en la creación de la antipoesía. Vecino en el mismo edificio en que vivía Nicanor a comienzos de los cincuenta, este gran señor sin señorío, que vivía de chantajear a parientes escribiendo páginas de vida social en un diario de mala muerte, representaba para Nicanor la figura misma del energúmeno, que es uno de los centros de su antipoesía. También Luis Oyarzún, el intelectual más serio y equilibrado de la cultura chilena, se convertía por las noches, cuando se emborrachaba, en uno de los monstruos perfectos que a Nicanor le gustaba hacer hablar en sus antipoemas. La potencia anárquica, delirante, inesperada de la clase media y media alta le interesaba a Parra tanto o más que la del pueblo. Mi abuela, que no conoció a Parra y que era en muchos sentidos lo contrario de Parra, no era menos antipoética, menos salvaje, menos inesperada cuando quería (y cuando no quería, peor). La noción de que este no es un país serio o de verdad habitaba tanto en Parra como en mi abuela. Creo que también esto es esencial a la hora de comprender lo que pasó en octubre del 2019. Esta no fue una rebelión sólo popular, sino una subversión completa del orden sin más partido que el ansia loca por acabar con cualquiera y todos los órdenes. Eso en Chile convive con una obsesión por el orden mismo, por la ley. Dos caras de una misma moneda. Cuando lo conocí, a Nicanor le obsesionaba Diego Portales, el héroe máximo del conservadurismo chileno, el creador del “partido del orden” y el “peso de la noche”, que gobernó sin necesitar imponerse más que por el miedo y el silencio. Lo que le gustaba a Parra de Portales es que, en sus cartas, este llamaba “puta” y “maricones” a cualquiera, que se dedicara a contar sus historias prostibularias y demostrara no tener el menor respeto por ninguna de las instituciones que defendía, simplemente porque concebía que, en Chile, sólo una delgada, muy delgada capa nos separa de las maravillas del caos.
Pasemos al campo literario chileno, tan pequeño y a la vez tan concurrido. Parra se abrió paso como poeta en un terreno poblado de gigantes, que por si fuera poco se combatían encarnizadamente. La famosa “guerrilla literaria” que tú tan bien describes en tu libro. Con Neruda y Huidobro y Pablo de Rokha dándose machetazos. La antipoesía es, también, una operación estratégica, la astucia de un huaso para hacerse sitio allí donde no había sitio. Una operación que Parra acomete en solitario y en la que termina vencedor, si no más fuera porque los sobrevive a todos. Incluso a sí mismo. La soledad de Parra: en tu biografía aciertas a dibujarla con increíble precisión y sutileza. Pero también hablas de la “mafia”, del gusto de Parra por la banda, el conmigo o contra mí. Tú conoces a Parra, como yo, cuando él es ya octogenario y su figura y su obra han sido objeto de un relanzamiento supuestamente urdido e impulsado por esa “mafia”. ¿Qué hay de cierto en ello? ¿Renació Parra, en efecto, en los noventa? ¿Tuvo tanto que ver Bolaño con ello? ¿Existió esa mafia, de la que tú mismo, en ese caso, serías miembro y cronista?
Creo que unas de las pocas provocaciones visibles que me permití en el libro es usar la palabra “mafia” al hablar al grupo de escritores y críticos que pueden confluir en torno a un autor o una estética. En el fondo preferí admitir el crimen que se nos atribuye a muchos escritores, sobre todo a los de algún éxito: ser parte de una “mafia” que hace autobombo, excluye o incluye a los demás. Podría haber hablado de “escuela”, o simplemente “grupo” o “grupúsculo”. Preferí mafia porque no quería quitarle el tono conspirativo, medio criminal, medio secreto, medio fantasioso que Nicanor le daba al concepto. A él le gustaba la idea de la mafia que da o quita protección, que venga los agravios y perdona dentro de sí misma a los menos aventajados sólo porque son parte de la “familia”. Ese era otro concepto clave en el mundo de Parra: la familia. Las ideas de “familia” y “mafia”, de una “mafia” que es una “familia” y una “familia” que es también un autor, venía a contradecir la idea, que me parece cada vez más falsa, del autor como una mente individual y solitaria que se planta ante el mundo como singular y único. Nicanor de alguna forma me enseñó que no se escribe nunca solo, que se escribe en diálogo, y que la existencia de un crítico exigente pero entusiasta, como Belinski en la Rusia del siglo XIX, es tan importante como la existencia de Turgéniev, Tósltoi y Gogol. O más bien que ninguna de esas existencias se dan solas, sin los duelos, las novias, los diarios, las polémicas, los odios y los amores que las unieron y las explicaron. Siempre se le escribe a alguien, siempre se le responde a alguien, quizás el talento del escritor no sea otro que el de elegir sus interlocutores. Saber con quién, y para quién y contra quién se escribe.
Hablábamos del campo de gigantes en que Parra hubo de abrirse camino. Quiero preguntarte ahora por el tipo de magisterio que Parra ejerció en Chile, sobre todo a partir del momento en que fue quedando cada vez más solo (con la compañía tensa y distante de Gonzalo Rojas). ¿Cuánto de larga ha sido la sombra de Parra? ¿Cómo se explica que su puesto lo ocupe en la actualidad un poeta como Zurita, que en cierto modo se sitúa en las antípodas de la antipoesía, por mucho que fuera saludado por Parra y él mismo le manifestara todos los respetos? ¿Quiénes son los herederos de Parra? ¿Cómo ha sido para un escritor como tú crecer en un campo literario presidido por su figura siempre ausente y omnipresente? ¿No es tu biografía una forma de conjurar esa presencia, de solventarla? Por lo demás, ¿muerto el perro se acabó la rabia?
Me preguntas por la herencia de Parra. Yo creo que es un tema extremadamente complejo. Nicanor Parra puso su montaña rusa en medio de la poesía chilena. Con él vivo parecía inevitable subirse a ella, aunque costara no poca sangre de narices. Pero la poesía “poética”, la poesía lírica sin ataduras, nunca ha dejado de reclamar su lugar. Tengo la impresión que esa poesía, la del yo enamorado, la del yo alucinado, la del yo divinizado, es una necesidad biológica. El papel del poeta profeta es algo que la tribu pide y necesita. En ese sentido Nicanor encarnó una rebelión popular que en el fondo no era nada popular. Hizo ver los límites de esa poesía “poética” e hizo ver sobre todo sus mentiras sin darse cuenta de que sus lectores son conscientes de esas mentiras y la aceptan así. En ese sentido, el ejercicio lúcido de Parra va en contra del sentido común de los lectores de poesía, por mucho que parezca defender ese sentido común. El que lee poesía quiere ser engatusado, quiere ser hipnotizado, quiere ser “encantado”. Con Nicanor presente ese proceso es imposible porque Nicanor hace ver las trampas. Pero sin Nicanor la trampa sigue abriendo sus fauces como si nada. Tu pregunta involucra otra, ahora que lo pienso, y es: ¿cómo se hace poesía después de Parra? Yo creo que lo que me permitió escribir este libro y ejercer la amistad con Parra tiene que ver quizás con que yo no escribo poesía (públicamente). En mi ejercicio como narrador y ensayista la manera de pensar en el lenguaje es muy útil y muy común (sobre todo en el ensayo). Pensar el lenguaje mientras se escribe, escribir el murmullo de lo que se está pensando mientras se escribe, es propio de la prosa, que no tiene por qué encantar a nadie. Pero si hubiera sido poeta creo que mi reacción sería la misma que la de la mayor parte de los poetas chilenos actuales: admirar a Parra, adorarlo incluso, pero escribir sin embargo como si no hubiera existido.
Visité Chile por vez primera hace ya más de veinte años, en 1999. Coincidí allí con Roberto Bolaño, y los dos visitamos juntos a Parra, muy poco antes de que lo hicieras tú en 2002. En ese viaje te conocí a ti también. Y vi por primera vez a Pedro Lemebel, a quien más adelante trataría y de quien armaría una antología en estrecha connivencia con él mismo. Todo eso queda muy atrás. Retrospectivamente pienso en ese triángulo ya desaparecido entre cuyos ángulos me desenvolví durante algunos años: Parra-Bolaño-Lemebel. Tres formas diferentes de mantenerse fuera y en el centro del sistema literario chileno. Tres escritores que se profesaron una admiración mutua no exenta de suspicacias y que han ejercido magisterios divergentes. Tu trayectoria como escritor se desarrolla en un territorio en el que crecen y se cruzan las sombras de estos tres escritores, cada uno practicante de uno de los tres géneros que tú cultivas: la crónica, la novela y la poesía. ¿Qué puedes decirme del hueco que los tres han dejado?
Hurgas en una herida aún abierta. He sido contemporáneo de Roberto Bolaño y Pedro Lemebel, he escrito en los mismos medios que ellos (editaba en The Clinic la columna de Lemebel), he tratado a la misma o muy parecida gente. En el caso de Bolaño, frecuenté en Barcelona el mismo círculo que él frecuentó durante los últimos años de su vida, que fueron los años en que se dedicaba a hacer listas negras, blancas y grises de escritores jóvenes. No estuve en ninguna de esas listas. Creo –me lo contó Juan Villoro– que le era simpático. “Eso es, simpático”, le dijo a Juan cuando este le contó que me había conocido; un calificativo que en su boca tenía, me temo, algo de despectivo. Yo creo que el carácter abiertamente frívolo con que me presentaba por entonces al mundo, mi manía de hacer chistes todo el tiempo, mi gusto descarado por la fama, mi pasado televisivo, mi pose de “niño terrible” ya un poco envejecido, lo alejaron de mí instintivamente. Le confesó a Paula Recart, directora de la revista Paula, que no quería darme una entrevista porque sabía que si me la daba sería “Gumucio entrevista a Bolaño”, y que prefería que Bolaño entrevistara a Bolaño (es decir que se la hiciera un periodista cualquiera). Y estaba el pecado de clase que tanto Bolaño como Lemebel no me perdonaban. No tenían ni Pedro ni Roberto ningún problema con la clase alta, que cortejaban cuando podían si encajaba en la odiada pero fantaseada derecha. Pero la burguesía de izquierda, la “gauche divine”, la “whisky izquierda”, les resultaba siempre molesta. En el fondo, les parecía que esa izquierda de salón tenía que publicarlos, entrevistarlos, adorarlos, o sea expiar sus culpas burguesas con ellos, y ellos darle o no la absolución según su real capricho. Que un niño proveniente de las filas de la burguesía de izquierda se pusiera a escribir sobre su niñez de burgués de izquierda les hacía sentir que quizás esa misma burguesía podría el día mañana no necesitar de sus servicios. Muy luego esa burguesía tendría sus propias “locas” (ahora las tiene) y sus propios escritores de extrarradio (ahora los tiene), así que quizás tenían razón de sospechar. Yo nunca salí de esa sospecha. Lemebel y Bolaño son indudablemente de los mejores escritores de su generación en castellano, una generación no demasiado brillante, todo hay que decirlo. Tanto Roberto como Pedro llevan al máximo grado todos los defectos y cualidades de esa generación: la coquetería revolucionaria, la brillantez idiomática, el malditismo irónico, el oportunismo inoportuno, el nomadismo intelectual, todo eso envuelto en una profunda gracia lingüística en Lemebel, y narrativa o argumental en Bolaño. Pensaban que yo era un bufón y lo soy, pero hay algo más execrable en una corte que ser un bufón, y es ser un trovador. Los bufones algunas verdades dicen y a veces los decapitan, los trovadores cantan y se van, y aunque hacen suspirar a las damas poco o nada arriesgan en la jugada. Si cabe reprocharles algo es que, a pesar de su indudable talento, a la hora de pensar su universo ideológico, este se parezca más al de Joan Manuel Serrat y Silvio Rodríguez que al de Pasolini. Ni Roberto ni Pedro se atrevieron a “torcer el cuello de la época”, como quería Canetti, ni menos a instalar la montaña rusa de Parra en ninguna parte. Roberto tenía la indudable ventaja sobre Pedro de saberlo. Sus declaraciones de amor a Parra dicen siempre eso: “Parra es el que sabe, lo que yo hago es aplicar a la novela parte, solo una parte, de lo que Parra pensó antes por nosotros”. Quizás saber eso aumente en mi cabeza el privilegio de haber visto pensar a Parra en vivo y en directo. También le agradezco a él haber aprendido que ser un bufón de cualquier corte es bastante, que Shakespeare o Molière no eran otra cosa. Como ves, pura herida y bastante pus.
Me interesa preguntarte por tu “método”. Cómo fue el proceso de investigación. Y en qué momento –o si fue desde un principio– optaste por contar a Parra desde tu propio yo. El libro está construido a fuerza de pequeños tramos que vienen a equivaler a la extensión de una columna periodística, más o menos. De hecho, se diría que lo has escrito como si hubieras dedicado un año a escribir monográficamente columnas sobre Parra. El efecto es un texto muy “respiratorio”, casi jadeante. Veloz, saltarín, agudo, que evita los desarrollos extensos. ¿Se trata de una fatalidad de tu escritura y de tu personalidad? ¿De una estrategia deliberada?
El proceso tuvo dos partes. La primera fue hacerme con la voz de Nicanor. Hay dos tipos de escritores, los contadores de historia (Bolaño, por ejemplo) y los imitadores de voces (Shakespeare). Yo sabía que con Parra mi única oportunidad era ser capaz de imitar su voz tan perfectamente que pudiera hacerlo hablar lo que nunca hablamos. Para eso leí todas las entrevistas del mundo, todos los libros que se han escrito sobre él. Me volví un obsesivo de cualquier rastro de Nicanor. Tú eres testigo de que logré imitar su voz de una manera bastante convincente. Cuando tuve eso, empecé el libro donde había terminado mis libros anteriores, en especial, el de mi abuela. Siempre me pareció que mi libro sobre Parra tenía que ser una continuación de ese libro. La parte masculina de ese libro, que es completamente femenino. Por eso me puse a mí mismo en el libro, aunque muy luego la variedad y cantidad del material hizo que el truco de interponerme perdiera sentido. Fabián Casas, cuando empezó el libro, se reía de mí diciendo que era un libro de Nicanor sobre mí. Yo le dije que siguiera leyendo porque muy luego Nicanor se toma su libro y yo me convierto apenas en un guía turístico de la caverna Parra. Sobre los capítulos cortos: soy un lector muy desatento que prefiere escuchar música, ver televisión o películas antes que leer, así que agradezco que los libros sean rápidos y sus capítulos cortos. Creo que Nicanor era un lector del mismo tipo, o al menos era así cuando lo conocí, a sus 87 años. Siempre pienso en un lector como yo, un lector que se distrae fácilmente, y escribo los libros a su ritmo, que es el mismo ritmo con que hablo y pienso a veces. Confieso que aceleré todavía más el ritmo en la edición española, por el puro gusto de acelerar.
Al dorso de la edición española de tu libro se lee: “Esta no es una biografía de Parra. Esta es una biografía con Parra. Es una biografía contra Parra. Parra es en este libro apenas un abrigo, una máscara más”. ¿Máscara de quién? Por lo demás, no me parece que sea en absoluto una biografía contra Parra. Ni siquiera estoy muy seguro de que sea una biografía. Estoy más dispuesto a convenir que sea –como el libro de tu abuela– un capítulo de tu autobiografía. Antes que eso, sin embargo, y por encima de todo, creo que es un asombroso, magistral ejercicio de crítica literaria. Una extraordinaria guía de lectura, no sólo de la antipoesía, no sólo de Nicanor: también, como no podía ser de otra manera, tratándose de ti, de la cultura chilena. Desde este punto de vista, tu libro constituye una sensacional operación literaria, y, de momento, tu mayor logro como escritor. Un libro total, en el que juegas con todas tus cartas: la del periodista, la del cronista, la del novelista, la del ensayista, la del humorista, la del poeta también, y cómo no, la del egotista. ¿Qué viene después de esto? ¿Qué viene después de Parra?
Tus palabras me sonrojan, pero no jugaré aquí a la falsa modestia. Llegó a mis manos la edición española del libro ayer y pude leerlo como si fuera de otro. Y lo es en muchos sentidos, porque en muchos sentidos es un libro de Nicanor y de todos los que formábamos parte de sus distintos círculos concéntricos por de más de sesenta años. Como ya he dicho, este libro es en muchas medidas la segunda parte de Mi abuela, Marta Rivas. Al menos tiene el mismo tema: la obsesión de un joven medio exiliado, medio chileno, por ser escritor; como si esa identidad fuese un subtítulo de todas las otras identidades posibles: la máscara perfecta, porque está hecha casi del mismo material que su cara. Creo que la pregunta que me obsesionaba, como obsesionaba a Nicanor, era saber qué permite, qué obliga, qué lleva a alguien a decir “yo” o “tu” o “nosotros” en voz alta y dejar escrita su voz por encima de la voz de los demás. ¿Por qué se escribe y no se calla? ¿Por qué se escribe y no se vive? Después de escribir un libro de quinientas páginas tan completamente literario creo que ya no tengo derecho a preguntarme si soy o no un escritor “de verdad”. Quizás por eso me atreví recién a terminar un libro de cuentos, como los que escriben los escritores que no se preguntan si lo son o no. Son cuentos normales, aunque raros también, algunos suceden en Haití, otros en Bolivia o en Nueva York. Al mismo tiempo estoy escribiendo una pequeña biografía del pintor Roberto Matta y su relación neurótica y complicada con el Nueva York de los años cuarenta. A escondidas también escribo una novela sobre mis amigos de Santiago.