Es obvio decir que tenemos un presidente locuaz, ello en el sentido de la primera acepción recogida en el Diccionario de nuestra lengua. Alguien que cotidianamente habla mucho y, aparentemente, de todo en las charlas mañaneras o en las intervenciones de sus giras o de algunas tardes. Mediante su conferenciar busca convencer —y convencerse— de lo mucho que su Gobierno ha logrado o está por alcanzar. Lo suyo, lo señalé en otra ocasión (EL PAÍS, Edición América, 2 de abril de 2019), permite calificar a su presidencia como performativa. Como una forma de ejercicio del poder en la que las cosas se transforman o de plano son, por el mero acto de decirlas. Por la mera expresión de su realización.
Los decires del presidente son tan abundantes que han logrado ocupar una parte muy amplia del espectro comunicativo del país. Si dice algo de las vacunas o de la vacunación, de los corruptos o de la corrupción o de lo que sea, de inmediato quedan constituidos los senderos de la comunicación. Los favorables, incondicionales o no, apoyan lo dicho con poca o de plano nula capacidad crítica; los contrarios, adversarios o no, atacan con ferocidad lo sustentado con idéntica incapacidad reflexiva. Lo demás es simple y predecible. Bots, memes y criaturas comunicacionales semejantes, danzarán hasta que un nuevo dicho aparezca y el consabido proceso vuelva a iniciarse.
Una de las ventajas que la locuacidad tiene para su realizador, es permitirle ocultar sus silencios. No solo los de las palabras, evidentemente, sino los de ciertas ideas, conceptos y comprensiones. El decir es tanto, que pareciera que todo se aborda. Sin embargo, ello no es así. En el mucho decir hay cosas que no se nombran y son ellas las que muestran una parte muy significativa del proyecto presidencial. De este sabemos algo gracias a la señalada performatividad. La lucha contra la corrupción, la recuperación de la soberanía mediante la refundación de la empresa pública o la transformación de la vida pública nacional son, más allá de sus posibilidades, elementos de ese proyecto. Además de ello, ¿qué silencios del presidente nos muestran aquello que al no ser nombrado no formará parte de su acción, pero que, igualmente y por lo mismo, son parte del proyecto? Veamos dos ejemplos.
Cuando el presidente habla no alude a los derechos humanos o no lo hace, al menos, como esa forma específica de nuestra modernidad constitutiva de sujetos individualizados y empoderados por el orden jurídico frente al poder público. El presidente habla de los pobres, de los ancianos, de los jóvenes o de los indígenas en clave de beneficiarios de recursos públicos, pero no de titulares de derechos correlativos a obligaciones. Habla de las mujeres en su condición de pobres o de indígenas, pero no en su condición de integrantes de un género con reivindicaciones y luchas propias. La falta de uso de las categorías y conceptos de los derechos humanos, por paradójico que esto sea, muestra que el presidente no admite la constitución de seres diferenciados del poder presidencial con capacidades para construir un proyecto vital propio, base primera de toda oposición política.
El presidente tampoco habla de controles. Habla de la necesidad de combatir la corrupción como una de las lacras indiscutibles de la vida pública. Pero fuera de las conocidas metáforas del barrer o de los señalamientos genéricos a grupos, personas o actividades, no hay palabras que expresen las maneras que por la vía de controles reales las instituciones, que no las personas concretas de su entorno, limiten y sancionen conductas específicas. El silencio presidencial es aquí explicable —más allá del grado de conciencia que sobre él exista—, por las implicaciones que los decires podrían producir. En la medida en que un mayor número de sujetos participe del control de otros sujetos y lo haga conforme a reglas preestablecidas, menos espacios quedarán para la discrecionalidad discursiva, política y jurídica.
Además de los ejemplos mencionados, existe otra modalidad del silencio presidencial, esta vez en clave activa. Hace unas semanas el presidente condenó el uso de cierto lenguaje. Específicamente de tres palabras que, a su juicio, mostraban una corrupción lingüística respecto del habla popular. Con independencia de los problemas y riesgos que conlleva la prohibición del lenguaje desde el poder público, el ejercicio presidencial mostró otra cara de los silencios. El intento de que otros no nombren, conciban o actúen. ¿Qué hay detrás del intento de proscribir el uso de las palabras empatía, resiliencia u holístico? Como lo suponía Crátilo en el diálogo al que le da nombre, desterrar la cosa al desechar la palabra que la nombra. Como las tres palabras aluden a sentimientos o a las condiciones de su realización, pareciera que el presidente busca apropiarse de los modos de nombrar los sentimientos en el discurso público. Aquí no es él quien calla. Busca que los demás lo hagan o, al menos, que se expresen en las formas por él definidas en tanto, desde luego, personalmente apropiadas.
A nadie escapa la facundia del presidente López Obrador. Se coincida o no con sus contenidos, es innegable que buena parte de sus logros y también de sus errores, provienen de ella. Esa cualidad personal le ha permitido ir llenando con sus palabras el espacio público –y de a poco también ciertos reductos del privado—y, con ellas, las ideas, las acciones y los símbolos. Ha sido tan amplio su decir, que en el necesario esfuerzo para comprender nuestro tiempo nos hemos concentrado en lo dicho y en los modos en que ha sido dicho. Para tener una comprensión integral es preciso atender a los silencios. A los no decires, a los callares y al por qué de ese mutismo. En ellos radican las claves más destacadas del proyecto político que frente a nuestros ojos está tratándose de realizar y ante el cual todos y sin distingos debemos tomar posición. Tal vez en ello, en la construcción de una nueva politización, plural y generalizada, así sea en parte o en mucho en su contra, terminará radicando el legado político de López Obrador.
@JRCossio