La frase de Benjamin Franklin de 1787, al término de los trabajos constitucionales, vuelve una y otra vez en los momentos decisivos de la historia de Estados Unidos. Alguien le preguntó, a la salida de la Convención de Filadelfia, sobre el régimen decidido por los constituyentes, si era una república o una monarquía, y el padre fundador respondió: “Una república, si podemos mantenerla”.
La presidencia de Trump, al final, ha sido un paréntesis, una pesadilla, un episodio vergonzoso en la historia del país. Con un final ridículo y sonrojante, próximo a un golpe de Estado. Así va a quedar Donald Trump. Nada más. Ningún legado memorable. Solo heridas y pésimos recuerdos. División, resentimiento y odio. Cenizas y desperdicios. Su indiscutible instinto asesino, al servicio del partido republicano, ha servido para colmar de jueces conservadores los tribunales y el propio Supremo. Pero ni siquiera es seguro que estos magistrados se mantengan fieles a la disciplina republicana: no lo han hecho ante los recursos electorales trumpistas. El Estado de derecho se ha demostrado más fuerte que los malos instintos.
El balance es de destrucción. Trump ha sido útil y eficaz en la demolición del orden internacional liberal construido durante 70 años. Solo han sacado provecho las potencias autoritarias. No bastará la rectificación de un nuevo mandato demócrata para que Washington recupere la credibilidad perdida, especialmente entre sus aliados. Si ha sucedido una vez, ¿por qué no va a suceder de nuevo en el futuro?
Trump ha dinamitado el dispositivo más sensible de la alternancia democrática, como es el reconocimiento de la victoria del rival. Antes hizo todo lo que estaba en su mano para preparar el pucherazo, hasta llegar a la abyecta llamada telefónica al secretario de Estado de Georgia para que añadiera los votos que le faltaban. Gracias a su desenfreno, los republicanos se han quedado sin presidencia, sin Cámara de Representantes y, ahora, sin los dos senadores de Georgia.
El presidente derrotado ha sometido a la democracia estadounidense a una prueba de tensión que ha terminado dañándole personalmente y, probablemente, inhabilitándole para cualquier aventura política futura, con el añadido del prejuicio procurado a los republicanos, divididos tras haber confiado su liderazgo al peor de todos ellos. Pero las mentiras y las intoxicaciones trumpistas han conducido a una minuciosa revisión de toda la maquinaria democrática, que ha salido reforzada en cada uno de sus mecanismos, desde el ejercicio del voto, dificultado por la pandemia, hasta el escrutinio, los recursos ante los tribunales y la certificación parlamentaria en los Estados y en Washington.
Esto ya se acaba. Quedan dos semanas. Bajo las ruinas de su presidencia, Trump tiene todavía algún margen para seguir dañando a su país. Su golpe ha fracasado, también gracias a los senadores republicanos que, por una vez bajo esta presidencia, la más decisiva, propiamente histórica, han optado por mantener la república.