Sobre los caminos del nuevo año envenenado con la plaga del Coronavirus envuelto en espanto, llegó a nuestras manos aquí, en la costa mediterránea en la que anidamos cual gaviota de rasante vuelo, una postal de un pueblecito de la sierra de Jaén oloroso a olivo verde con sabor a aceite.
Al leerla, uno siente cierto sonido conventual entre los promontorios con pinos negros, casitas blancas pintadas de cal y, en una de sus esquinas, un ojival al ras del suelo formado de guijarros. Más cerca, macetas con geranios, valeria salvaje roja, petunias, la dedicada azalea, y sobre la tapia blanca, algunos tallos espinosos parecen querer subir sobre ella. Mientras unas zapatillas colocadas a secar, parecen adormecen a la sombra de un quitasol.
Visto de cerca, al trasluz de la tarde ida de un enero frío, el pueblo es un terrón de azúcar o un mazapán. Huele y sabe a dulzura.
Allí, ante un cántaro desbordante de sangría, aquel trovador de nombre Miguel Hernández tras escarbar la tierra reseca exclamó:
Andaluces de Jaén
Aceituneros altivos
Decidme en el alma quién
Quién levantó los olivos.
En el poeta de Orihuela hasta la saliva misma tejía palabras de jocosas hendiduras. En ningún otro espacio un trovador llegó tan directamente al pueblo, nunca tantos versos fueron expresados de forma tan matizada, al ser ellos axioma de la piel cobriza.
Iniciando el tiempo de honduras, comenzó a reposarse el sentido de la raza traslucida de sal, brisa, soledad, zozobra y tormento desgarrado. Es decir, la esencia de lo que somos y seremos para siempre más allá del propio ser escondido bajo la dura tierra.
A esta hora de la existencia nos sentimos chiquitos, zalameros, corriendo entre la sierra umbría, entre barrancos, jaras y olivos, en busca de un querencia aliento convertido en niebla lechosa.
Sentados en el quicio del bar del pueblo, nos llega claro y ondulante un cante macerado. Voz encendida, empapada de manzanilla exprimida en el cortijo blanquecino entre los chopales de la dehesa.
Manoseo la postal anunciadora. Salgo de la tasca y a la lejos, entre luz encendida, la sierra de Jaén esparce al voleo el viento alado con la flor de azahar entre sus bucles ensortijados, deseosa ella penetrar al olivar para acompañar la copla…
Cuántos siglos de aceituna
Los pies y las manos presos
Sol a sol y luna a luna
Pesan sobre nuestros huesos.
La postal descansa ahora sobre la mesa. El tiempo de ella sigue vibrando. El mío se adormece.