Desde muy temprana edad he cultivado la afición por el montañismo y las largas caminatas. Ser merideño es una manera de estar conectado con la naturaleza de manera casi irreal. Me asomo por la ventana de mi habitación y una gigantesca muralla de árboles compone la extraordinaria Sierra Nevada, luciendo variados matices que van desde tonos azulados hasta verdes casi incandescentes.
Ha sido tanto el paraje recorrido que incluso desarrollé una ligera catarata en mi ojo izquierdo condicionada por lo recio del sol de las alturas y una artrosis en la rodilla derecha ha limitado últimamente mis recorridos y terminé presentando una leve cojera que empeora cuando las bajadas de las caminatas son muy pronunciadas.
Mas las gratificaciones han sido infinitas. Desde haberme topado con osos frontinos en su medio natural, así como otros animales silvestres en peligro de extinción, como guaches, patos, conejos, venados, musarañas y otros tantos. El asunto de recorrer las montañas me hace feliz y las historias en torno a cada excursión son el deleite de las conversaciones entre quienes cultivamos la pasión por el montañismo.
He visto en los páramos andinos a los más apasionados defensores de la naturaleza y sus bellezas incomparables y también me he tropezado con personas que no sienten ningún respeto por el ecosistema y apuestan a dañar para siempre al medio ambiente. Lo hermoso y lo funesto de lo humano surgen en cada rincón del planeta. Una de las cosas interesantes de ser andinista es ver cómo, bajo condiciones de tensión, en la montaña las personas asoman sus peores demonios. He visto riñas por un pedazo de pan o panela y rivalidades para toda la vida cuando alguien esconde la comida.
De las tantas anécdotas que tengo en mi inventario de aventuras, hay una en particular que define cómo es el mundo “paramero” y las creencias de sus habitantes. A veces voy solo a la montaña. Trato de dejar indicada la bitácora conforme avanzo a algún sitio, pero muchas veces en los páramos la señal de los teléfonos móviles es nulo. Subiendo desde San Rafael de Mucuchíes llegué a una laguna llamada El Hoyo. Hacía buen tiempo, por lo que me animé a cruzar la ventana de la montaña que conduce a las lagunas de Michurao. Había dos senderos, uno pedregoso y otro de un verde curioso, como ficticio, que formaba un hermoso tapiz de fina grama. Por error decidí irme por el segundo y para mi sorpresa me hundí completamente en el pantano. Era una “laguna tapada” en la cual hubiese desaparecido si no es porque en un acto reflejo me agarré de una rama que apenas pude alcanzar. No llegué a tocar el fondo, y cuando salí a rastras, con gran esfuerzo, el lodo se había impregnado en todo mi cuerpo y a dos grados centígrados. Continué la caminata y pude llegar a la ventana que me llevaría de un valle a otro. Cuando llegué a la cresta el tiempo cambió y un día soleado se transformó en gris plomo por la neblina. Un aspecto lúgubre cundió a mi alrededor y el viento arreciaba, por lo que el barro se secó en mi ropa. Comencé a bajar por el camino de piedra que conducía a una laguna muy oscura, casi negra, lo que daba una sensación infausta.
Lleno de barro de pie a cabeza, con lentes especiales polarizados para minimizar el daño ocular y con trajes respectivos para caminata de alta montaña, llegué hasta otra laguna, una que llaman La Verde. De golpe, me hallé frente a un par de campesinos que se encontraban apaciblemente pescando. La neblina era tan espesa que difícilmente pude ver cómo el dúo de pescadores empezó a temblar del susto.
-“Buenas”- les dije con un tono áspero del que no ha pronunciado palabra alguna durante horas. Pero los hombres estaban derrotados por el miedo y con voz temblorosa y acento profundo andino uno de ellos me preguntó: -“¿Usté es real? ”. Como no andaba de ánimo para contestar, seguí mi camino mientras el otro campesino me preguntaba: -“¿Con quién anda?”. Ni corto ni perezoso respondí: –“Con Dios y la Virgen”. Se persignaron y desaparecí en la espesa neblina. Atravesé las dos lagunas de Michurao y ese día llegué muy tarde a Mérida. Fue una caminata de once horas.
Suelo ser respetuoso con las creencias de las personas, pero la sorpresa fue enorme cuando tiempo después, mientras almorzaba en un merendero cerca de San Rafael, escuché a varios hombres recios comentar que por los lados de Michurao estaba rondando “un ánima en pena” que arrastraba los pies al caminar, medía más de dos metros y no era de carne sino de tierra.
Me tuve que morder los labios para no soltar la carcajada, y el cuento quedó ahí sembrado. Un asunto propio de las creencias de los andinos, de las historias que llevamos en las alforjas los amantes del montañismo y una metáfora contundente que sirve como experiencia de vida. Lo cierto es que salvé la vida de broma y si bien mi alma no está afectada, soy más cauteloso a la hora de decidir entre dos caminos. El que luce más bonito no siempre es el más seguro.
@perezlopresti