Un día de 2019, Adriana Rodríguez, una mujer de 57 años, me habló de su hermano Gustavo, un soldado caído durante la guerra de Malvinas que tuvo lugar en 1982 entre Argentina y el Reino Unido. Él, como otros cientos, fue enterrado en esas islas, en una tumba anónima y bajo una lápida con esta inscripción: “Soldado argentino sólo conocido por Dios”. En 2017 ambos países acordaron poner en marcha un plan para identificar esos cuerpos. En 2018, casi 40 años más tarde, Adriana supo en qué tumba estaba enterrado su hermano. “Empecé a hacer el duelo recién ahora. Pensé que en estos 37 años ya había pasado, y no: todavía lo esperaba. Me parecía que en cualquier momento me llamaba para entrar. Después del reconocimiento del cuerpo, eso se cortó”. Recibió un informe oficial con fotos de las piezas dentarias, de los objetos con los que había sido enterrado. Después de eso, su hermano ya no fue una sombra, un hueco, alguien cuyo cuerpo inerte ella no vio, sino un muerto.
En el mundo, y hasta ahora, 1.600.000 personas fallecieron por covid-19. El procedimiento para su sepultura es parecido en todas partes. Los ritos fúnebres se realizan a cajón cerrado y, excepto algún familiar requerido para reconocerlo, nadie puede ver al muerto. Siguiendo recomendaciones de la OMS —autora del hit “Barbijo no / barbijo sí”, entre otros—, los Estados, para evitar contagios producidos por el virus presente en los cadáveres, decidieron prohibir a los familiares de los fallecidos ver los cuerpos y los condenaron, así, a vivir en el limbo pantanoso que producen los duelos que no tienen lugar: “No va a volver, pero igual lo espero”. Si la situación es perturbadora a nivel global, me resulta particularmente insoportable en mi país, la Argentina, donde las consecuencias psíquicas que produce la ausencia del cuerpo a la hora de elaborar un duelo han sido largamente pensadas a raíz de la cantera de 30.000 desaparecidos que dejó la dictadura militar entre 1976 y 1983. Aquí, donde el Equipo Argentino de Antropología Forense trabaja desde 1984 con el fin de restituir la identidad a los restos de los desaparecidos y ofrecer a sus familiares una reparación tan simbólica como necesaria; aquí, donde cientos de personas como Adriana Rodríguez tuvieron alivio después de casi 40 años al recibir la identificación de los restos alojados en las tumbas de Malvinas, he escuchado historias de personas que vieron por última vez al abuelo mientras lo subían a una ambulancia o que intentaron sobornar sin éxito a camilleros de las empresas fúnebres para que les permitieran abrir la bolsa del cadáver sólo para mirarlo; o como la de Pablo Giorgelli, cuya madre fue internada con una infección pulmonar y tratada según el protocolo de covid-19 aun cuando no tenía diagnóstico confirmado: “Empecé a perseguir la camilla y le iba hablando y le iba gritando: ‘Acá estoy, mamá, soy Pablo, te quiero mucho, estoy acá con vos’. Y la seguí por los pasillos del hospital y llegamos hasta una zona (…) donde ya no podés pasar”, dijo Giorgelli en una nota escrita para Página/12 por la periodista Mariana Carbajal. Al día siguiente, su madre falleció: “Es como si se hubiera esfumado”, decía Giorgelli. “En algún momento lloro y en otro estoy como si no hubiera ocurrido”. He leído y escuchado historias como esas. Pero no he escuchado voces alarmadas acerca de lo que esos cuerpos ausentes, esos fantasmas, le harán a nuestro futuro. En la Ilíada, Príamo, rey de Troya, se arrodilla ante Aquiles, que acaba de matar a su hijo Héctor, para rogarle que le devuelva el cadáver: “Respeta a los dioses, Aquiles (…), ten piedad de mí (…) pues me he visto obligado a hacer lo que no hizo en la tierra ningún hombre, a acercar mi boca a las manos del que mató a mis hijos”. Aquiles le dice: “Habla y dime con sinceridad cuántos días quieres para hacer honras al divino Héctor”. Príamo le pide nueve días para llorarlo, uno para sepultarlo, otro más para erigir un túmulo. “Y en el duodécimo volveremos a pelear, si necesario fuere”. “Se hará lo que dispones, anciano Príamo, y suspenderé el combate durante el tiempo que me pides”, responde Aquiles. No sé qué puede hacerse. Podríamos empezar por preguntarnos si no tenemos derecho a exigir lo que Príamo rogaba: vivir la muerte de su hijo, no ser sepultado por el peso de lo que jamás sucedió.