Tras la Primera Guerra Mundial, el poeta Hugo von Hofmannsthal, pudo escribir que, después de tanto horror como el mundo acababa de conocer, era “indecente la elocuencia”. Indecente resultaría, así, hablar muy directamente, o pretender nombrar con demasiada nitidez o excesiva contundencia, o pretender trascender junto a las propias voces. Décadas después, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Theodor Adorno haría un comentario parecido al de Hofmannsthal: “Toda cultura después de Auschwitz no es sino basura”.
En espacios con el nuestro, venezolano, latinoamericano, resulta todavía posible -y aún más: necesario- creer en la elocuencia de voces necesariamente relacionadas con ideales y esperanza. Confianza, y sobre todo esperanza, en voces de seres capaces de nombrar a partir de humanos compromisos con su realidad. Empeñados en decir desde eso que Ortega y Gasset definía de “entusiasmos necesarios”.
Una peculiaridad de nuestra América Latina, de Venezuela, ha sido la inmensa diferencia entre una realidad real y una realidad deseable; abismal separación, por ejemplo, entre lo proclamado por muy perfectas constituciones y la verdad social. Los latinoamericanos, los venezolanos, solemos ser muy escépticos ante leyes nunca tomadas demasiado en serio e instituciones muy poco creíbles. Aceptamos con naturalidad que la escritura de la Ley muy rara vez se relaciona con la verdad del entorno. Y algunos de nuestros intelectuales comprometen sus voces en la denuncia de esa realidad.
En Venezuela el caso más dignamente reconocido de la elocuencia de una voz fue, sin duda, el de Rómulo Gallegos. A pesar de haber alcanzado la presidencia de la República no fue un político. Era un pensador, un idealista, un maestro que entendió que solo a través de la educación sería posible formar a individuos capaces de mejorar a la sociedad venezolana. Pensaba Gallegos que únicamente a través de una educación encargada de fortalecer valores democráticos podría finalizar en Venezuela la interminable amenaza de demagógicos mesianismos, la sumisa expectativa popular ante las promesas de reiterados embaucadores. Leyes e instituciones para enfrentar a presidentes de turno empeñados en hacerse obedecer y en beneficiarse de la obediencia colectiva.
Gallegos fue un maestro. Como tal, sus lecciones impartidas en el Liceo Caracas (hoy Andrés Bello) durante la segunda década del siglo XX, fueron escuchadas y compartidas por los protagonistas esenciales de la modernidad política venezolana. Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Jóvito Villalba, Luis Beltrán Prieto Figueroa… Como dijera alguna vez este último: “La generación del año 28 se aprestaba en el Liceo Caracas teniendo como ductor a Gallegos”.
A pesar del tiempo transcurrido, los ideales de Gallegos permanecen vigentes en Venezuela. A casi siglo y medio de su nacimiento y a cincuenta años de su muerte, la fuerza de su voz sigue comunicando la elocuencia de un idealismo apoyado en la fe en lo individual dentro de lo que él llamaba el “imperio de la ley”. Exaltación del individualismo y exaltación de la libertad individual en una sociedad respetuosa de una separación de poderes sin la cual será siempre del todo imposible la instauración de un régimen democrático. La elocuente voz de Gallegos supo describir nuestra realidad venezolana. Narró historias sobre nuevos protagonistas, describió diferentemente viejos mitos nacionales, interrogó a su tiempo para descubrir ciertas ineludibles respuestas. Su elocuencia sigue haciéndonos falta a los venezolanos. Resuenan sus ecos en las voces de quienes, hoy, se enfrentan a las terribles paradojas de una Venezuela miserable en medio de la abundancia y a una realidad política de totalitario encierro tras haber conocido más de cuatro décadas de libertad democrática.