Las democracias comparten rasgos y características innegociables que las definen: división de poderes, Estado de derecho, instituciones independientes. En ausencia de los mismos, sin ese esqueleto que cubre todo lo demás y ampara la vida en libertad, habría que hablar de otro tipo de regímenes que, por desgracia, han proliferado en los últimos años, incluso, en regiones y continentes donde los considerábamos proscritos para siempre. Entre las instituciones democráticas destacan los parlamentos. Pueden calificarse con distintos nombres y suele variar el modo de elección de los representantes que en ellos se sientan, pero siempre albergan el corazón de la democracia: son la sede de la soberanía popular que legitima todo el edificio institucional.
Por eso resultan de tanta gravedad los sucesos ocurridos el pasado 6 de enero en el Capitolio de Washington D.C., que alberga la sede de la Cámara de Representantes y del Senado de Estados Unidos. Tras un discurso deslegitimador de los resultados electorales y de las instituciones y organismos que los certifican —entre ellos, el poder judicial—, partidarios del presidente saliente —cabeza del poder ejecutivo— ocuparon violentamente la sede de la soberanía popular. Ambas Cámaras se disponían a reconocer el dictamen del Colegio Electoral, que daba la victoria al demócrata Joe Biden en las elecciones presidenciales del pasado 3 de noviembre.
Pero bajo las instituciones late también una cultura política determinada, con sus ritos, sus mitos y sus características distintivas que la diferencian de otras democracias. Una cultura política que, en el caso de Estados Unidos, ha presumido con razón de su estabilidad de más de dos siglos, de sus equilibrios y contrapesos —checks and balances– y de su amor por la libertad. Todo ello ha dado forma a una imagen ante la que la propia democracia estadounidense se ha reconocido a sí misma a lo largo de la historia. Y que ha definido un demos orgulloso de su país y una serie de consensos tácitos que hacían de Estados Unidos un faro para las aspiraciones democráticas en tantos rincones del mundo. En ese imaginario, el Capitolio ha tenido y tiene el significado de lugar especial que acoge y resume todo aquello que define la democracia estadounidense. Por todo ello, no cabe restar un ápice de gravedad a lo sucedido, como muestran el tono y el fondo de la mayoría de los análisis publicados hasta ahora: la afrenta institucional y política ha sido enorme.
Como en otras ocasiones, la democracia estadounidense es fuerte y sabrá gestionar esta crisis. Ya lo está haciendo y, sin duda, la llegada del presidente Biden y de la vicepresidenta Harris contribuirá a crear un nuevo clima de entendimiento y concordia en el propio Estados Unidos. Después lo hará con el resto de aliados en un sistema multilateral necesitado de refuerzo y trabajo conjunto. Una acción política capaz de suturar las heridas de la división y la polarización, pero también de luchar contra una desigualdad económica y social que consiga volver a ofrecer horizontes compartidos de prosperidad. También para dar un impulso redoblado a los esfuerzos por combatir el cambio climático y mitigar sus efectos más adversos.
En relación con la democracia, su vigencia y su reivindicación, esta crisis política nos señala tres lecciones importantes que debemos extraer para conjurar algunos de los fantasmas que hemos visto de cerca últimamente.
La primera es que el desprecio por las instituciones, la banalización de las reglas y los procedimientos y la frivolización con el lenguaje —abusando de la mentira y de expresiones racistas, xenófobas o de incitación al odio—, terminan mal. Lo han hecho siempre a lo largo de la historia, allí y aquí, y los sucesos de Washington D.C. nos lo han vuelto a recordar. La democracia puede ser lenta, exasperante a veces, pero siempre es el camino más seguro para el progreso a medio y largo plazo. No hay democracia sin respeto a la división de poderes, a las instituciones y a los adversarios políticos. Los intermediarios y los representantes no son accesorios en nuestras libertades y derechos, sino la esencia que los garantiza y protege. Corremos un grave riesgo cuando, en nombre de la encarnación del pueblo, se transgreden procedimientos parlamentarios para discriminar a representantes de otras formaciones políticas o de distintas minorías. La antipolítica que se ampara en el dibujo antagonista del pueblo contra la élite nos ha enseñado que las palabras preceden a los comportamientos, por lo que urge comenzar por analizar cómo las utilizamos en general, pero especialmente en y desde las instituciones.
La segunda lección tiene que ver con las transiciones políticas, esos momentos de traspaso de poderes en los que debe cristalizar la legitimidad que desde cada partido o sector ideológico se concede al rival en democracia. Cuando desde las tribunas de oradores se tacha de ilegítimos a gobiernos emanados de la libre voluntad de los ciudadanos, expresada en los parlamentos como sede de la soberanía popular, ese adversario se convierte en enemigo y se implanta la semilla del conflicto que hemos visto cristalizar en el Capitolio. De ahí que sean tan importantes ritos de normalidad democrática como el reconocimiento del líder de la oposición del resultado, así como la felicitación del presidente saliente al entrante. El líder de la oposición tiene un papel clave en las democracias que comienza, precisamente, en el primer día de mandato de su rival. Esas imágenes preceden y certifican el correcto funcionamiento de las instituciones y debemos luchar por preservarlas. No es casualidad que el presidente saliente de Estados Unidos haya declinado asistir a la toma de posesión de Joe Biden el próximo 20 de enero: supondría una enmienda a la totalidad de su discurso deslegitimador. Conjurémonos entre todos para que esa situación nunca ocurra en España.
La tercera lección atañe a la propia democracia, que a ojos de tantos ciudadanos aparece deslucida como sistema eficaz para afrontar los retos, generar bienestar y garantizar derechos y libertades. En un momento de competencia creciente entre distintos sistemas políticos, la democracia arriesga demasiado al ofrecer la peor cara dentro de muchos países y también fuera de ellos. Es un error muy caro confundir disenso y pluralismo democrático con caos y enfrentamiento. Algo que se traduce, también y de forma clara, en el escenario internacional en el que nos jugamos cada vez más nuestro futuro. El atractivo del autoritarismo se alimenta más de nuestros errores que de sus aciertos, pero debemos actuar ya. Es urgente cambiar comportamientos y retóricas que priman el miedo y nos dificultan hablar de las soluciones y las oportunidades. La democracia necesita ser eficaz para ser estable. Pero para ser estable necesita terrenos comunes, consensos básicos. Al menos en las instituciones y los procedimientos que la garantizan y entre los actores políticos e institucionales que la definen.
El esquema institucional de Estados Unidos fue diseñado con el objetivo de evitar la tiranía, garantizar la libertad y promover el derecho a buscar la felicidad. Ese sistema ha resistido uno de sus instantes más oscuros y difíciles. Pero conviene extraer lecciones y fortalecer todo aquello que nos une y que, además, nos define como ciudadanos de sociedades libres. Las democracias se construyen cada día, en las instituciones, en la calle, en los medios, en las redes sociales, en el trabajo, en nuestro hogar y ante las pantallas de nuestros ordenadores y teléfonos. Seamos conscientes de lo que nos jugamos y tengamos presente lo que John Adams, segundo presidente de Estados Unidos y uno de los padres fundadores, tuvo en mente a la hora de concebir su naciente país: “La libertad, una vez perdida, se pierde para siempre”. En nuestras manos, de todas y todos, está el preservarla.
Arancha González Laya es ministra de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación del Gobierno de España.