Brasil está apareciendo ante los ojos del mundo como un país incapaz de ofrecer una solución de esperanza a la gente amedrentada con la pandemia. Y esto a pesar de ser uno de los tres países con más víctimas mortales y con el mayor número de contagios.
Es un país que el mismo presidente confiesa que está quebrado económicamente, pero que en sus reuniones de Gobierno en vez de buscar soluciones rápidas para combatir la pandemia, única forma de hacer frente a la dura situación y a los millones de desempleados, parece divertirse con el desconcierto que ha creado su negativismo sobre la vacuna.
En el mundo, jefes de Estado de todos los colores políticos, desde los Estados Unidos al Vaticano, los responsables máximos de las naciones, están demostrando su empeño en combatir la epidemia, y se están vacunando en público ante las cámaras de la televisión. En Brasil se ha llegado al escarnio de que el Gobierno ha decretado el silencio sobre si Bolsonaro se vacunará o no. A pesar de que ha anunciado que no se vacunará, algo inédito en el mundo, se intenta imponer el silencio sobre si al final el presidente se vacunará o no. ¿Quiénes son entonces los cobardes?
Mientras en la mayor parte de los países de todos los continentes están ya vacunando a la gente, en Brasil no sabemos cuándo empezarán a hacerlo. En el país reina el caos y el silencio sobre el tema. Y lo poco que se sabe es que las autoridades no han decidido casi nada. Y si eso es poco, lo que empiezan a ofrecer es una ofensa. Se trataría de la vacuna que hasta hoy garantiza menos inmunidad, un 50.38 %, mientras las de otros países llega al 75%. No sabemos si para ahorrar dinero las autoridades han decidido ofrecer solo una dosis en vez de dos como en los otros países. No sabemos si será vacunada la mayor parte de la población o solo unos pocos. No sabemos si habrá una campaña para animar a la gente a vacunarse o si seguirá la política subterránea de boicotearla para que se vacune la menor cantidad de personas.
Todo esto ha sido alimentado desde que el presidente Bolsonaro tuvo el descaro de burlarse del número de víctimas que iba creciendo y respondió a un periodista “¿y a mí qué? Yo no puedo hacer milagros”. O cuando tachó de cobardes y maricas a los que le temían el virus. O cuando dijo que los atletas como él eran inmunes a la epidemia. O que poco o nada importara que murieran los ancianos y enfermos ya que “todos vamos a morir”. Le interesaba solo que no fallecieran los menos débiles para asegurar la fuerza de trabajo.
Todo lo que rodeó la política de la epidemia desde su inicio con la actitud suicida del presidente fue único en el mundo donde todos los jefes de Estado se preocupan en cómo salvar la vida, sobre todo la de los más frágiles. En verdad la política de Brasil desde el inicio de la aparición de la covid- 19 se concentró en minimizar, negar, boicotear hasta a los ministros de Sanidad y crear un clima nacional de desinterés por las víctimas que se iban amontonando.
Obligó así al personal médico a convertirse en héroes que destacaban frente a la cobardía del Gobierno y que fueron de los que más murieron en el mundo. Todo esto por mezquinos intereses de baja política de Bolsonaro que no quería que los gobernadores, sus adversarios, iniciaran a vacunar antes de que él lo decidiera. Se perdieron así meses muy importantes.
Un día la historia contará la actitud de Bolsonaro y sus huestes de burla de la epidemia como uno de los mayores casos de aberración política de los que se han conocido.
En la ya épica reunión del presidente con sus ministros, del marzo pasado entre risas y bromas, el ministro de Medio Ambiente propuso aprovechar la pandemia durante la cual el país estaba preocupado y distraído con sus muertos, para que en la Amazonia “dejasen pasar el ganado”. ¿Cabe burla mayor de dolor del país?
Todo ello me ha recordado la escena que narra en su libro El gueto interior, Santiago H. Amigorena, cuando los jerifaltes nazistas se reunían para discutir cual sería el método más económico para matar a millones de judíos. Pensaron que por fusilación sería demasiado lento y caro, decidieron entonces que mejor por exterminio en los campos de concentración en las cámaras de gas o con trabajos forzados y pesados, casi sin alimentarlos, lo que les llevaba enseguida a la muerte.
Existe hoy en el mundo una política de redención de las personas donde sus representantes se esfuerzan en la búsqueda de programas para salvar vidas y mejorar sus condiciones económicas y asegurarles sus derechos fundamentales.
Es triste constatarlo, pero todo hace parecer que el presidente brasileño duerme tranquilo sin pensar en cómo salvar vidas y mejorar la terrible desigualdad social del país. Su única obsesión parece ser trabajar para que los brasileños, sobre todo los más necesitados, sigan apareciendo ante el mundo como un rebaño sin pastor mientras sigue jugando con los muertos de la pandemia y usando a Dios como su talismán para hacer olvidarse a los más pobres y necesitados su vida dura y sacrificada.
En vez de su lema “Dios sobre todo”, podría cambiarlo por “los que sufren dolor físico y moral por encima de todo”. Pienso a los millones de brasileños sin cultura y sin medios económicos abandonados a su suerte mientras su Preidente hace alarde de atleta y de inmortal y juega a Dios. Triste Brasil.