Amanecer en la Plaza de Armas, Cusco, 1925. Fotografía de Martín Chambi. Imagen tomada de Dartmouth College (Foto donada por el Archivo de Martín Chambi)
A Mónica Du Bois
He decidido no moverme del ombligo del mundo porque lo que conviene a mi edad es la inercia. Desde un principio entendí que la elección del papa Mustafá, en el cónclave ecuménico del año pasado, podría significar la supresión de mi materia de trabajo. Las buenas relaciones que a lo largo del tiempo logré desarrollar con la curia local devinieron inservibles, luego de que el Concilio de Dubái decretara la prohibición de las imágenes: a partir de entonces infinitas obras han sido extirpadas, cuando no grotescamente cubiertas de yeso y pintura (tal fue el destino de aquellos magníficos frescos de la Catedral que, combinados con la arquitectura del recinto, transmitían una idea de la eternidad capaz de subrayar la condición contingente del espectador: su aniquilación –casi al mismo tiempo que la de los de la Capilla Sixtina, estratégicamente dirigida por el propio Mustafá– tuvo que ser una catástrofe para alguien que había dedicado su vida al estudio de la historia del arte y la iconografía andina).
Hace unas horas recibí una llamada de un presbítero amigo cuyo nombre no revelaré (para efectos de este recuento me limitaré a llamarlo Juan). Juan me habló con la familiaridad de siempre, y al mismo tiempo con insólita urgencia; buscando asegurarse mi interés, me reveló que mantenía varias pinturas no clasificadas del maestro Diego Quisque Tito en un lugar secreto. Conduzco ahora con dirección a su parroquia, en un distrito próximo al centro de la ciudad que fue la sede de una encomienda de la época virreinal. Mi amigo lleva más de tres lustros como párroco de una antigua iglesia de indios; debido a ello, ha sido una fuente invalorable de información para mis investigaciones.
Estaciono enfrente del portal de la iglesia y la Plaza de Armas local. La ausencia de visitantes en las zonas coloniales se hace cada vez más notoria; la caída en la afluencia de turistas ha sido uno de los efectos colaterales del último concilio de la iglesia ecuménica. Juan sale a mi encuentro, casi de inmediato. Como es habitual en él, viste de impecable traje negro con clergyman.
–No ha de ser difícil para un cura gallardo y bizarro como tú hacerse de una novia–. Pretendo bromear a sabiendas de su militante oposición (y la de la congregación de la que es miembro) a la abolición del celibato. Me percato de que mi chanza resulta desatinada en la actual coyuntura: recientemente el papa Mustafá designó como cabeza de la arquidiócesis a un tal Farouk, quien ya anunció que vendrá a instalarse en el icónico palacio arzobispal con sus tres esposas y sus incontables vástagos. Trato de no darle demasiada importancia a mi falta de tacto: Juan y yo somos amigos de toda la vida.
–Maneja –me ordena al tiempo que abre la puerta del copiloto.
El sendero de tierra me resulta del todo desconocido, además de áspero y demasiado empinado; hace varios minutos entendí que era necesario activar la doble tracción de la camioneta. Los precipicios que lo bordean me recuerdan la vieja carretera que conectaba la Colonia Tovar con La Victoria; se lo hago saber a Juan, que apenas sonríe. En nuestra juventud, cuando ambos estudiábamos en la antigua UCV (hoy, UIV), en más de una ocasión recorrimos juntos aquella ruta sinuosa e intimidante. Nuestras familias también poseían historias paralelas: un par de generaciones atrás ambas habían inmigrado desde este país en el que hoy vivimos nosotros.
–¿Falta mucho todavía? –pregunto por preguntar. Intuyo que, pese a todo, Juan continuará aportando material valioso para mis ahora clandestinas investigaciones. Tengo entonces que mantener la calma.
–Como diría tu admiradísimo Kok-Tung Ching: «Fue la propia Penélope quien, con su tejido ciclotímico y paciente, esbozó la metodología que conviene a la Historia» –replica citando con ironía al célebre y mediático profesor de Tubinga. Elementos foráneos han tomado posesión de los centros intelectuales y espirituales de Occidente; hemos conversado durante largas horas sobre ese asunto: Juan siente que, dentro de la geografía de la cristiandad, nuestra posición periférica nos hace afortunados. La designación del nuevo arzobispo, sin embargo, tiene que ser motivo de preocupación para él.
Tengo que dejar la camioneta a un costado de la cada vez más angosta trocha. Desde este punto continuaremos a pie alrededor de medio kilómetro, antes de que mi amigo anuncie que hemos llegado a nuestro destino. Más allá de su emplazamiento en medio de la nada, la vieja capilla no llama demasiado mi atención. Juan saca una llave del bolsillo de su chaqueta, abre el portón y me indica que ingrese. Observar el interior, sin embargo, me producirá enorme sorpresa y conmoción: los frescos en las paredes y el techo del recinto son de una riqueza inconmensurable. Sospecho que este pequeño templo, rural y recóndito, contiene la muestra más representativa de sincretismo en el barroco andino que he visto en toda mi vida.
–Quiero dejar claro que no te traje hasta aquí engañado –advierte Juan, sin abandonar la ironía y señalando en dirección al púlpito y el baptisterio–: detrás de aquella pared hay una sacristía; y dentro de esta permanece resguardada una veintena de pinturas desconocidas de Diego Quispe Tito. Viendo tu cara, sin embargo, me atrevo a concluir que eso será para ti lo de menos.
Mi amigo párroco sabe lo que dice: lo que mis ojos están viendo no tiene parangón. Las investigaciones de Teresa Gisbert, publicadas hace un par de siglos en la desaparecida Bolivia, daban cuenta con bastante detalle de los significados que los indígenas habían atribuido a las imágenes de la iconografía cristiana, como resistencia pasiva ante la forzosa evangelización. Tengo la fortuna de poseer varios ejemplares de esas obras proscritas. Las representaciones de la Trinidad Hierática y de la Pachamama, en forma de un cerro encubierto bajo la imagen mariana, están presentes dentro de este recinto. Reconozco también las de San Sebastián, San Juan Bautista y Santiago Apóstol. Y la de los arquetípicos animales sagrados: el puma, el cóndor, la serpiente. Los mitos fundacionales del incanato y de la creación judeo-cristiana aparecen representados sobre estas paredes olvidadas con exquisito detalle y altísimo nivel artístico. Retratos de los catorce incas, bajo el manto protector del dios Sol, decoran la pared del altar mayor.
–Este lugar es asombroso, y su estado de conservación, inusitado –comento con incredulidad y entusiasmo–. ¿Cómo se explica que nadie haya estudiado este tesoro?
–Se trata de un verdadero tesoro: tú lo has dicho.
–Un tesoro que me has mantenido oculto, sabe Dios por qué y por cuánto tiempo–. Mi explícito reproche parece dejar indiferente a Juan; me deja solo con mis elucubraciones para dirigirse al sector que, según él mismo señaló hace un momento, corresponde a la sacristía. Sigo observando con detenimiento el pequeño recinto; mi éxtasis no deja de ir en aumento. Me encuentro concentrado en una asombrosa representación de Illapa, el dios del rayo, cuando mi amigo vuelve a aparecer acompañado por un hombre mayor y de estatura considerable, a quien nunca antes he visto. El extraño lleva un poncho ricamente bordado y en su mano derecha sostiene un bastón con incrustaciones de plata: se trata sin duda de un varayoc, es decir, la máxima autoridad de una comunidad quechua. Juan omitirá presentarnos de manera formal.
–A pesar de que esta capilla se encuentra oficialmente bajo la tutela de mi parroquia, desde siempre ha pertenecido a la comunidad de Faustino Yacupaico. Eso significa que tanto tú como yo tendremos una deuda invalorable con ella: el estado de conservación del que tanto te sorprendes se explica por el cuidado que le han procurado varias generaciones de señores quechuas. En este lugar se han preservado, a través de los siglos, los ritos de una fe que se mantiene viva. Todo tiene una razón de ser y una enseñanza: sin resistencia no hay fe.
Creo entender lo que Juan quiere comunicarme, nos conocemos desde hace muchos años. Recuerdo de forma vívida la vez que me citó en un restaurante de Sabana Grande. Cuando llegué al lugar, me encontré con un joven de sotana negra que me estaba esperando:
–Aquello que más apreciamos de nuestra cultura y nuestro rango civilizatorio: la libertad, la igualdad, el respeto a la mujer y a las minorías, los derechos humanos; todo aquello proviene de los evangelios. En ellos está el germen de la civilización y el humanismo. Tal vez por eso siento con tanta claridad este llamado.
Juan, que ya había obtenido su doctorado en biología y se dedicaba a la investigación y la docencia universitaria, sin duda quería hacerme ver en aquel encuentro que su decisión de hacerse sacerdote no estaba desligada de sus convicciones racionales.
Acabo de abandonar la capilla. Recorro en solitario el trecho que me separa de la camioneta mientras repaso en mi mente las prodigiosas imágenes que acabo de contemplar. No salgo de mi asombro. Me siento profundamente aliviado, pues sé que lo recóndito del lugar me procurará la tranquilidad que necesito para estudiarlas con detenimiento. De esa manera mantendré además el contacto con mi viejo amigo Juan, quien, uniéndose a la inveterada resistencia, busca no dejar de responder a su llamado.
Continuamos la Quinta Temporada de Domingos de ficción dedicada a relatos distópicos, bajo la curaduría de Carlos Sandoval. Presentamos el texto del escritor peruano-venezolano Octavio Vinces (Lima, 1968), quien estudió literatura y derecho en la Universidad Católica de Lima y en la Universidad de Carabobo (Venezuela), respectivamente. Tiene, además, un máster en derecho por la Universidad de Cornell (USA). Su novela Las fugas paralelas (2004) obtuvo el premio Primera Novela UNAM-Alfaguara (México). Ha publicado, asimismo, el poemario La distancia (2011).