Rafael del Naranco: Hojas verdes

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Antonio Machado, en unos versos admirables por lo sencillo de sus estrofas, cantó al árbol desnudo sobre lo alto de un roquedal, hendido por el rayo y en su mitad podrido, “que con las lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas mustias le han salido”.

Era un olmo solitario, muy cerca de la tumba donde reposaban los restos de su joven esposa Leonor. El poeta de la Castilla barbacana se pasaba allí tardes enteras musitando sus cuitas. En ese mismo lugar creó una obra literaria universal, y también allí sintió la profunda amargura de la soledad. Aún hoy, si el viajero acude ante las rejas del cementerio en la ciudad de Soria, en la España barbacana, seguirá viendo, aunque más viejo y mucho más herido, el árbol resquebrajado y doliente.

Un día – azul, transparente, oliendo a heno y a flor de durazno – bajo ese muñón de corteza, enterré envuelto en papel de estraza y dentro de un pequeño cofre de madera, un canto al árbol que unos meses antes había traído en un viaje por las praderas del Este de los Estados Unidos. Me lo había entregado en una reserva una piel roja que lo había conservado mucho antes de caer las primeras lluvias de su juventud.

Era un poema de una hermosura elevada, un segmento de amor a la Naturaleza sembrado sobre una cuartilla sobada por el tiempo.

Hoy lector, desearía que los leyeras, quizás también sintieras un mover de hojas, el soplo del viento o el murmullo de un  cercano riachuelo.

“Ni el frescor del aire ni el brillo del agua son nuestros. ¿Cómo podrían ser comprados? Tenéis que saber que cada trozo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. La hoja verde, la playa arenosa, la niebla en el bosque, el amanecer entre los árboles, los pardos insectos… son sagradas experiencias y memorias de mi raza. Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra cuando comienzan el viaje a través de las estrellas. Nuestros muertos en cambio, nunca se alejan de la tierra, que es la madre. Somos una parte de ella y la flor perfumada, el ciervo, el caballo y el águila majestuosa son nuestros hermanos.”

Deberíamos recordar estas palabras ante  la grave situación de nuestro planeta, hoy profundamente herido. Se nos muere, se queja y nadie parece escucharla.

James Lovelock, autor de la teoría de Gaia, madre de nuestro planeta tan explotado y profundamente herido, está a punto de autodestruirse,  Y añade: “Ahora que el calentamiento global y el cambio climático son evidentes para cualquier observador imparcial, la tierra comienza a vengarse”.

 

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