Las narraciones y los rituales que se construyen en torno del poder político ocupan un lugar fundamental en su funcionamiento y alimentan su recreación. Las democracias liberales y el estado generan significados, echan mano de simbolismos y siembran experiencias e impresiones que moldean sentimientos en las personas al grado de que se hallan ya indisolublemente ligados a las categorías que los generan. Las batallas electorales y la búsqueda del control del estado se narran como gestas épicas en las que, una vez ganadas, la alegría de los ganadores se desborda y ese hecho se narra como la victoria del pueblo, como una fiesta cívica en la que la democracia ha ganado y como expresión máxima de la voluntad de un país. El cambio del presidente de la república y el comienzo de una nueva administración gubernamental está impregnada de una carga emocional, a veces mayor o a veces menor, que no se puede desdeñar. No puedo evitar conmoverme con la narración que distintos amigos me hicieron del día de la toma de protesta del presidente López Obrador: me describieron vívidamente sus emociones en el momento en el que, congregados en multitud en la plancha del Zócalo, a una señal, comenzaron a saludar cada uno de los cuatro puntos cardinales como lo hizo quien encabezaba el ritual en torno al mandatario, quien protagonizaba la ceremonia entre el humo del copal en medio del escenario.
La emoción con la que los presentadores narraron lo que veían en pantalla marcaron ese momento como un punto de comunión para toda la gente reunida, quienes veían cumplida una gesta histórica, una culminación de anhelos o, para decirlo de manera neutral, el punto climático de un relato. Ese momento estaba envuelto en un vibrante abanico de sentimientos exacerbados que lo inscribían como un hito fundamental en la gesta propia del héroe que, atravesando muchos obstáculos, logra al fin un cometido que estuvo en peligro de perderse en demasiados momentos. Una culminación apoteósica que compensa las amarguras y los sacrificios del camino.
Otra puesta en escena de alta carga simbólica y emotiva se registró también en la ceremonia en la que Joe Biden se convirtió en el presidente de Estados Unidos. Las circunstancias extraordinarias que dejó su antecesor imprimieron una carga dramática que puso de relieve los gestos, los cantos y los rituales de tal manera que sus efectos fueron potentes incluso en los sentimientos expresados en las redes sociales de muchas personas de nacionalidad mexicana. El arrobo y las emociones en torno de la democracia y sus valores llegaron a extremos de un sentimentalismo que amenazaba con llegar incluso a las lágrimas. Esta manera de relatar los cambios políticos en muchas de las democracias liberales están envueltos en gran carga simbólica y un arco dramático propio del camino del héroe de la tradición occidental que retrata, como su nombre lo dice, una visión bastante masculina de la gesta histórica.
En oposición a esto, las labores de cuidado, más relacionadas con las mujeres, han sido desdeñadas y no se les dota de un aura heroica. Las labores de cuidado son cotidianas, repetitivas y han sido invisibilizadas aunque sostienen la vida misma como lo han dicho y analizado ya muchas mujeres. El trabajo político comunal que se realiza lejos de la lógica del estado y de las democracias liberales tiene la desventaja, si es que lo vemos así, de carecer de muchos de esos momentos de paroxismo que provee la conquista del poder político estatal, momentos en donde los sentimientos se desbordan masivamente en la cúspide del éxito que implica tomar en las manos el timón que comanda al estado. Por el contrario, mantener las estructuras colectivas en muchas de las comunidades indígenas se asemeja más a las labores cotidianas del cuidado para hacer posible la vida. Por ejemplo, realizar tequio (trabajo colectivo para un bien común) para limpiar las fuentes de agua en una comunidad es bastante satisfactorio, pero no puede enmarcarse en una narrativa épica que desborde sentimientos.
En pláticas con personas de mi comunidad que han dedicado años de su vida a las labores del sistema de cargos, trabajando gratuitamente por el bien común porque así se los encomienda su asamblea, reciben respeto y reconocimiento de la comunidad, pero no se les puede inscribir dentro de un arco narrativo que tenga momentos de paroxismo sentimental masivo. Las tareas cotidianas del cuidado diario de la vida en comunidad -limpiar el panteón, reparar una fuga de agua, mantener limpio el pueblo, organizar la cocina comunal- se inscriben más bien en la lógica del cuidado y no en el de la gesta. Además de las estructuras comunales, otros tipos de trabajo político (entendiendo “político” en su acepción más amplia) encaminados al cuidado cotidiano, comparten esta característica de no recompensar con momentos de sentimientos desbordados, de puntos climáticos o de narrativas heroicas que sí provee la conquista del poder. El trabajo autogestionado es cuidado cotidiano que no se grita ni se presta para la épica.
Sin embargo, son justo estos trabajos cotidianos, repetitivos y constantes en los que en realidad se sostiene la vida aunque hablar de ellos sea muchas veces sancionado. Cuando describo de la manera más sencilla posible, el funcionamiento de nuestros sistemas de cargo y de gobierno, la manera en la que funciona la elección de nuestras autoridades y nuestra forma de organización política que ha sido bautizada como comunalidad (término acuñado por los antropólogos y luchadores Floriberto Díaz y Jaime Luna, mixe y zapoteco respectivamente), es muy común que reciba comentarios advirtiéndome que no debo de “romantizar” a las comunidades y pueblos indígenas. Me sorprende la advertencia porque nunca he escuchado que, ante la descripción básica del funcionamiento del estado mexicano, alguien responda, preocupado: “no romantices la democracia”.
Es precisamente a las narrativas de nuestros sistemas y formas de vida a las que se les previene de los peligros de la “romantización”, como si las narrativas heroicas, los rituales efectistas y los símbolos que producen sentimientos exacerbados con las que se hallan envueltos las ceremonias de las democracias liberales no fueran parte de una “romantización” que de tan hegemónica se ha vuelto indetectable: la romantización del poder. No es de extrañarse que los mecanismos narrativos que sostienen la tradición del “amor romántico” se parezcan tanto a los mecanismos narrativos con los que se narra la conquista del poder político en los estados nación actuales. Algo similar sucede cuando narramos prácticas curativas, prácticas agrícolas o formas de vida que se sostienen alejadas de la lógica del capitalismo, alguna voz inmediatamente nos previene del peligro de romantizar estas opciones, pero se olvidan de algo mucho más peligroso: la romantización del capitalismo que, de tan naturalizado, se ha vuelto invisible. La publicidad, tan necesaria para alentar el consumo, no es más que un mecanismo que genera la romantización constante del capitalismo que queda así disfrazado bajo la careta del deseo individual. El peligro no está en romantizar procesos y formas de vida alternativos que ponen en relieve las labores de cuidado que sostienen la vida, a mi parecer lo que es peligroso y sobre lo cual habría que advertir con más fuerza es la romantización de la fuerza y del capital, porque solo con romantización extrema es que nos han parecido soportables y hasta deseables, tan cerca de la narrativa dramática del héroe y tan lejos de la constante discurrir del cuidado de la vida, sin paroxismo, sin clímax, sin el efectismo y la parafernalia del poder.