La cumbre extraordinaria de la Unión Europea para combatir la pandemia puso de manifiesto una cierta desorientación. Las cifras de contagios son demasiado elevadas en casi todos los países de la UE, el virus muta y la campaña de vacunación avanza con interrupciones. Los ciudadanos están cada vez más cansados de la crisis del coronavirus y hartos de los confinamientos.
En esta difícil situación, vuelve a surgir la idea de cerrar fronteras o restringir aún más los movimientos. Incluso la canciller alemana, Angela Merkel, evalúa la idea del cierre, aunque hace medio año decía que un bloqueo total de fronteras como el que hubo durante la primera ola de la pandemia no debía volver a producirse nunca más.
Durante la cumbre se recomendó evitar los desplazamientos “innecesarios”, pero sin definir exactamente cuáles. Apenas hay turismo transfronterizo en la UE debido a los requisitos de test y cuarentenas de los distintos países. Solo aproximadamente el 4 por ciento de todos los ciudadanos europeos trabaja en otro país de la UE. Nadie puede saber si estas personas que se desplazan de un país a otro para trabajar son las que propagan el virus. Nadie puede explicar -tampoco los jefes de Gobierno- por qué un empleado que viaja en su automóvil para trabajar en una fábrica del país vecino habría de ser más contagioso que el que toma su auto para ir a trabajar en la ciudad de al lado.
¿Qué fronteras hay que cerrar?
¿Son acaso las decenas de miles de camioneros que diariamente transportan mercancías desde España hasta Dinamarca, o desde Bélgica hasta Austria, o cualquier otro lugar de la UE, quienes impulsan la pandemia? Si tuvieran que hacerles un test a todos en cada una de las fronteras de la UE, las empresas de logística pueden dar por hecho que las cadenas de abastecimiento y distribución quedarían seriamente alteradas. Lo peligroso en sí no es viajar, sino el comportamiento de la gente en el destino y en su lugar de origen. La persona que visite a su abuela, a su tía o a sus hijos ateniéndose a las reglas de higiene no es más o menos contagiosa que la que se queda en su casa.
Si de lo que se trata es de evitar los movimientos y la movilidad en general, no hay que cerrar las fronteras interiores, sino dictar confinamiento en toda la UE con su consecuente toque de queda. Entonces se podría cerrar la frontera, entre Bremen y Baja Sajonia, porque la incidencia en Bremen es más baja que en Baja Sajonia. O se podría cerrar el barrio de Berlín-Mitte, para que no puedan ir a él las personas de Berlín-Dahlem, que tiene menor incidencia. La amenaza de la canciller de cerrar las fronteras, en caso necesario, si los países vecinos no son tan estrictos como la propia “mami” Merkel, no funcionaría. Francia y Bélgica tienen desde hace tiempo toques de queda y obligación de presentar test negativos, cosa que los alemanes no han conseguido implementar.
Es una ilusión pensar que se pueden coordinar y unificar medidas a nivel europeo, cuando cada país dosifica sus propias reglas. Ese es el problema, y no las fronteras. Y ahora le toca a la Comisión Europea asumir la ingrata tarea de impedir “desplazamientos innecesarios”, cuando, hasta ahora, ni siquiera ha conseguido elaborar un formulario común para cruzar las fronteras. En ello se trabaja desde el mes de octubre.
Es necesario un pasaporte de vacunación
Lo que sí es un paso revolucionario es el anuncio de un certificado de vacunación que permita a las personas vacunadas en verano poder disfrutar de nuevo de sus derechos. No se trata de privilegios, sino de normalidad, del derecho a viajar donde uno quiera. En cuanto se demuestre que las personas vacunadas no pueden contagiar a otras personas, el certificado debe utilizarse como salvoconducto para los restaurantes, cines y hoteles. Aún mejor sería instaurar la obligación de vacunarse, algo que, al fin y al cabo, existe en Alemania con el sarampión. La verdadera tarea europea sería organizar el certificado de vacunación, no cerrar las fronteras.