Domingos de ficción: Tres segundos, por Carlos Patiño

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Continuamos la Quinta Temporada de Domingos de ficción dedicada a relatos distópicos, bajo la curaduría de Carlos Sandoval. Presentamos el texto de Carlos Patiño (Caracas, 1978), abogado, investigador, activista de derechos humanos, coordinador de Provea. Patiño obtuvo el premio del concurso anual de cuentos del diario El Nacional en 2015. Ha publicado los libros Te mataré dos veces (2014) y Los círculos concéntricos y otros relatos (2019). Participó en el International Writing Program (IWP) de la Universidad de Iowa, en 2016.

«La multitud es falsa»
(Søren Kierkegaard)

Uno, dos, ¡ya!, uno, dos, ¡ya!, voy practicando. Puedo curarme. Nací hombre, desviado, heterosexual. Violé el Decreto Real E-LL-E-69-6.66. Me llevan a la celda. La venda me deja ver, por debajo, baldosas blancas, simétricas, separadas por hendiduras lineales. Evito pisar las rayas, trae mala suerte. Uno, baldosa, dos, hendidura, ¡ya!, listo. Sigo avanzando entre cuadros, como puedo. Me empujan con el bastón eléctrico. Uno, dos, ¡ya! Uno, dos, ¡ya!

Suena un pitido. Luego, una reja que se abre. La punta del bastón eléctrico se desliza desde mi espalda hasta la nuca, me da escalofrío. Un leve corrientazo deshace la venda que cae de mis ojos. Me encandilo con tanta blancura. Entro a la celda de 3 x 2 metros, sin ventanas. El piso es plano, no hay rayas, menos mal. Oigo la reja cerrarse detrás de mí. Me doy la vuelta de a poco, calculo, uno, dos, ¡ya!

Me impulso hacia los barrotes, logro ver a la centinela que se aleja por el pasillo. Uno, viste tangas de cuero; dos, zapatos rojos, ¡ya! Un pitido lejano. Otra puerta que se cierra. Miro el interior de la celda, de soslayo: hay una cama, un retrete y una silla blanca con una jarra de agua energética. Hace frío, huele a pintura fresca. Si no la hubiera embarrado estaría en un bar subterráneo bebiendo alcohol de canela; no aquí, en rehabilitación. Quiero curarme, volver al gueto.

–Soy peligroso. Un enfermo.

–¡Bienvenido, cerdo!

Oigo la voz de lija que responde, giro hacia la izquierda, qué susto. Pienso que debe haber una cámara y micrófonos, pero no, la voz viene de la celda contigua. De los barrotes sobresalen unas manos velludas, arrugadas, como puestas en remojo. Me las quedo viendo, la mano derecha es una araña que se abre despacio, flexiona cuatro dedos y extiende el dedo medio.

–¿Te gusta mirar el dedito, cabrón?

–Hola, me llamo…

–¿Qué coño haces aquí? Ha pasado mucho sin que llegue alguien. La debes haber cagado en grande.

–Violé el Decreto Real E-LL-E-69-6.66.

–¿Y qué mierda es esa?

–La ley de los tres segundos. «Ningún hombre podrá ver a ninguna mujer por más de tres segundos. Dicho delito será calificado de violación mental con premeditación y alevosía». Uno, dos, ¡ya!

–Comprendo. Yo la llamo la ley de mierda. Tic, tac, tic, tac, tic, tac. No me joden porque estoy casi ciego. Aún así, afuera hay una docena de tipos que hicieron lo mismo que tú.

–Además violé el Decreto Real E-LL-E-69-13.1: «Ningún hombre traspasará los límites del distrito bajo», y el Decreto Real E-LL-E-69-0.1.5: «Ningún hombre podrá acercarse a menos de un metro y medio de distancia de una mujer».

–La verdad es que sí, la cagaste en grande.

–Por eso me enviaron aquí, a la zona de aislamiento, no con los infractores comunes. Si reincido, me matan, pena de muerte.

–Ya.

La voz es de anciano, creo. Apenas puedo ver sus manos de tarántula albina entre los barrotes, ya relajadas. Me duele el cuello. Bajo la vista hacia las pálidas baldosas del pasillo, esperando que hable, que pregunte lo que quiera.

–¿Cómo es la nueva normalidad? –dice al fin–. Llevo una eternidad en este culo del mundo.

–La normalidad es normal. Los hombres vivimos en el distrito bajo, de obreros. Hacemos el trabajo duro, nos casamos entre nosotros, y cada seis meses nos purgan la semilla en el centro de fertilización. Lo más importante, no podemos pasar al distrito alto sin custodia.

–Qué porquería. Como diría mi padre, el diablo lo tenga en su paila: «antes se vivía mejor».

–¿Tuviste padre? –sorprendido, soy yo el que pregunta.

–Tuve padre. Y lo quería, al viejo cabrón.

No le creo al anciano. Nadie tiene padre, es solo un mito. Decido seguirle el juego, pero hablando con la verdad.

–Yo vivo en Campo C, trabajo en una maquiladora. En el distrito bajo podemos hablar la lengua soez. No me he casado, aunque salí con algunos compañeros, lo usual. Hasta una vez que me confinaron en la maquila, dieciocho horas diarias. Trabajo para lechones como yo, dijeron. En esas andaba cuando tuvimos día de supervisión. Allí cambió todo. Una de las supervisoras dijo que había algo mal en mi uniforme, metió un código en uno de los robots caporales y me condujo con su bastón eléctrico a una sala de máquinas, a puertas cerradas.

–Sigue, sigue, carajito. Mi oído aún está fino.

–«No me mires», dijo la supervisora, «estoy autorizada para romper el metro y medio del Decreto Real E-LL-E-69-0.1.5». Se acercó a mí, yo con los ojos cerrados. Sentí su mano en mi entrepierna. «Hay algo mal en el pantalón de tu uniforme». Me desabrochó el pantalón, bajo el cierre y tomó mi… gusano.

–Tu verga. No estás en el distrito alto.

–Luego sentí que me perdía. Abrí los ojos, un par de segundos; uno, dos. Atisbé a ver que estaba de rodillas y con su boca… allí.

–¿Te la chupó?

–Lo malo fue que me gustó, viejo. Más que nada. Ahí entendí que era un enfermo, un invertido. Un condenado heterosexual.

–No eres ningún enfermo, cerdito. ¡Eres uno de los míos!

–Ya nada fue igual. Me entregué a la bebida, al sucio juego de estirarme el gusano. Dejé de salir con hombres. Hasta ayer, cuando me dejó el autobús del transporte. Vivo en los límites del distrito bajo y alcancé a ver, del otro lado, la figura de una… de una chica en la parada del distrito alto. Uno, dos, ¡ya!, me distraje lo suficiente para perder el transporte. Salí disparado tras el bus sin percatarme de que me acercaba a la frontera. La chica se asustó. Yo me frené de repente, en medio del pavimento, mirando; uno, su boca, dos, su cuello, tres, sus senos al aire… Se activaron las alarmas, eché a correr asustado, pasando los límites distritales, y sin querer, me acerqué a menos de un metro de ella. Algo me golpeó en la cabeza, supongo que un robot policía o la descarga de un bastón eléctrico, no sé. Después, ya no supe más.

–Una historia de amor sin final feliz. Una mierda, pero peor es la cadena perpetua.

–¿Cuánto tiempo llevas aquí, viejo?

Las manos cadavéricas del anciano se aferran a los barrotes, dos puños temblorosos que preceden a su voz gastada.

–Demasiado tiempo, casi desde que Adán se dejó joder por Eva…

–¿Quién?

–Cuando llegó la pandemia me encerré en un sótano que había preparado desde la época de los apagones. Me confiné por años en mi puto búnker, sin contacto con el mundo exterior. Al salir, necesitaba un par de tetas, muchos pares de tetas, y era lo que sobraba. El virus había matado a la mitad de los hombres. Las mujeres, como sabes, son inmunes. Quise follar con todas pero me di de frente con la nueva normalidad. Y aquí estoy, pagando cadena perpetua. De alguna manera, el búnker me preparó para esta pocilga.

–Los hombres siempre hemos sido minoría, anciano, no me mienta.

–Muchacho pendejo. Eso es lo que ellas quieren que creas. Establecieron un sistema de dominación, han enterrado la historia, cambiado el lenguaje. Somos minoría pero en el fondo nos tienen miedo.

–¿Cómo lo sabes?

–Hablo con los que llegan, me cuentan cosas. Luego, todos mueren.

–Qué pena.

–Una mierda, sí.

El viejo manos peludas está un poco loco, pero al menos tengo con quien hablar. Un ruido repentino nos interrumpe. Una alarma, intermitente, invade mi celda como un concierto de chicharras antes de llover.

–¿Qué pasa? –le pregunto al viejo.

–Hora de himno-terapia. Recuerda, carajito: ve, pero no mires. ¡Piensa en otra cosa!

La alarma se apaga. Un pitido. Mi celda se abre. La voz de una mujer nos ordena ponernos de espaldas a la reja. En breve siento el bastón eléctrico que me engancha, que me va guiando para que dé la vuelta y enfile hacia el pasillo de baldosas. No me vendan los ojos. Camino por el largo corredor sin pisar las hendiduras. Atravieso otra puerta, me obligan a torcer a la izquierda y salgo al patio.

Afuera hace calor. El día está despejado, sin nubes. El patio es un rectángulo encajonado de unos cien metros, sin techo, con piso de cemento blanco. Bien pudiera ser una cancha de fútbol del gueto. Me sumo a una docena de hombres en fila, todos firmes, con el bastón eléctrico de una centinela detrás. A mi lado se ubica otro hombre. Un anciano, de manos peludas.

–No me mires –susurra–. A mí no. Hay que ver a las mujeres, en la terapia es obligatorio. Pero que no se te pare. La verga. Te la cortan.

Del otro lado del patio hay murmullos, sombras que se agigantan. Son mujeres desnudas, una multitud, se avecinan. Gritan algo. Bajo la cabeza y me quema un leve corrientazo que proviene de la punta del bastón. Una advertencia, subo la cabeza. Jamás había visto algo así. Son muchas, sin tangas ni zapatos, en cueros. Nos señalan con el brazo extendido. Me entra un calorón, tengo miedo. La distancia se acorta, van cantando el himno.

–¡Hombres todes! ¡Culpables! Violador mental. ¡Tú! ¡Tú! Violador mental. ¡Hombre! Violador mental…

Se detienen, son más de veinte. Se agarran los senos, nos sacan la lengua. Algunas escupen. Otras se dan vuelta mostrando el trasero. Escucho, como en un sueño, que el viejo me dice que resista, pero siento la sangre que me fluye hacia abajo.

–¡Buenas tardes, directora! –gritan a coro.

La directora se abre paso. Viste un traje de enfermera del ejército. En una mano lleva una tijera de podar. Se me ocurre que si existieran las madres, así debería lucir una. Está acompañada de una centinela con bastón eléctrico. La reconozco, es la misma que me custodió hasta la celda: lleva zapatos rojos. La centinela queda atrás a metro y medio de distancia. La directora se acerca a nosotros, con su tijera plateada que refleja el sol. Está autorizada a romper el Decreto. Nos inspecciona allá abajo. Me entra pánico. Tantas mujeres, sus cosas felpudas, los vellos suaves de sus axilas y piernas, los olores, mi enfermedad, hacen que sienta al gusano con ganas de estirarse.

–¿De cuál flor cortaremos hoy el capullo?

«Que no se te levante», dijo el viejo, «piensa otra cosa», dijo, y yo pienso en otra cosa, no son mujeres, me digo, son carne, huesos y polvo, y yo un cerdo en una granja donde hay una vaca que desbarranca y explota al caer, la sangre se desparrama, los intestinos, nadie cae porque quiere y un camaleón se acerca a la vaca y es verde y es rojo y es azul, sigue pensando en otra cosa, tengo un casco de la maquila que regalé a un amigo y nunca supe lo que era un padre, eso me dijo el anciano de la celda contigua, blanca, fría, hielo, lluvia, tabaco, salitre, vuelo, brisa, arena, nada, nada…

–¿Qué dijo la Reina de Corazones? –Oigo que grita la directora, cerquita.

–¡Qué le corten la cabeza! –responde el coro de mujeres.

¡No, por favor!, espero que no sea yo, que no sea yo… No soy yo pero podría ser yo. Empujan con el bastón a un joven delgado, fibroso, parecido a mí. Le han bajado el pantalón hasta los muslos. Lleva el gusano a media asta. Lo ubican delante del grupo de mujeres, frente a nosotros. La directora camina en dirección a él abriendo y cerrando las tijeras de poda, ¡chin, chin! La luz se desliza por la hoja. El viejo me susurra, es mi guía.

–Tienes que ver sin mirar. Si cierras los ojos, te cortan la verga a ti también.

El muchacho tiembla, parece que la… que el gusano se le va a encoger, pero no, la centinela de zapatos rojos le mete un corrientazo con el bastón en las bolsas semilleras del gusano y lo electrifica. Se queda paralizado, el gesto de asombro tallado en piedra, parece de hielo. El gusano se le tiempla como una lanza de carne. Las cuchillas de la tijera se ciernen, abiertas, sobre el joven, un enfermo, un invertido que podría ser yo y que están a punto de picar…

«Piensa en otra cosa», dijo el viejo, ponte en blanco, ponte en blanco, no estás aquí, ves pero no miras, piensa en otra cosa, no oyes el grito que se va descongelando de la garganta tiesa, no es carne y sangre, es gelatina, es jugo de tomate que viene de un árbol que tiene un pájaro en sus ramas y que alza vuelo tras sentir el roce de la pelota desinflada que en su trayecto ascendente golpea el árbol y tumba sus frutos que caen a la tierra mojada, aplasta las hormigas, silencia el miedo y los aplausos, no miro al joven que se desmaya como un borracho, una vez cuando fui niño robé licor y el desmayado fui yo…

Suena el timbre intermitente, la alarma, terminó el recreo, no debería hacer chistes. La directora y la centinela se dan un largo beso, las mujeres aplauden. Nos devuelven a las celdas y pienso que el viejo diría «como perros falderos apaleados», me hace gracia, me debo estar curando. Uno, dos, ¡ya!, uno, dos, ¡ya!

Blanco, todo es blanco. Frío, todo es frío. Me congelo. Pasan las horas. Nunca apagan las luces, no sé si es de noche, pero no duermo. El viejo ronca o eso creo. Me quedo sentado en la silla, bebo un sorbo de agua energética, miro los barrotes, pienso en mis delitos. El pitido, otra vez. Tiemblo. Alguien se acerca, me quedo quieto, entrecierro los ojos. Es ella, la centinela de zapatos rojos. Aprieto los ojos, no miro. Sigue allí, oigo su respiración, cada vez más fuerte. Otro pitido, ruido de reja. Un clic. Parece que todo es más oscuro más allá de mis párpados.

–Shhh…, calladito te ves más bonito, cerdo.

Abro los ojos, uno, dos, ¡ya! Todo está a oscuras. Debió apagar los sensores lumínicos. Distingo su contorno. Rompió la ley del metro y medio. Hace frío, estoy sudando, el corazón se me va a reventar. ¡Quiero curarme, lo juro! Pasa su mano por mi cara, me acaricia. Ahora es su lengua húmeda, la pasa por mi cuello, la mete en mi oído… ¡Plaf! Me lanza un manotazo en la cara. Me abre la camisa, desabrocha y baja mi pantalón, me manosea con fiereza. Me clava las uñas y yo ni me muevo pero enfermo como estoy el gusano se estira, espero no me lo vaya a cortar. Se sienta a horcajadas sobre mí, me va a aplastar el gusano con su felpudo. Se mueve. Me dice cosas en lengua soez, que le hale el cabello, se lo halo, que la muerda, la muerdo, que la abofetee, la abofeteo. Siento que voy a derramar la semilla, empiezo a moverme yo también. Entonces me pone la pistola eléctrica en la sien.

–Si acabas ahorita te disparo, maldito.

Me detengo, me aguanto, su sudor cae en mi frente, bomba lacrimógena que me escoce. Piensa otra cosa, sus senos son calabazas, las calabazas son lindas, amarillas o naranjas, un día robaré una bicicleta y bajaré la montaña que cae en el río, el mar, nubes de pistacho, el cielo negro como la celda blanca, se mueve rápido, va a romper la silla, gime, ahoga un grito, y ahora sí, me pide que derrame la semilla y ¡ah…! Casi me desmayo.

–Si dices algo, te mato, cabrón de mierda, cerdo –me susurra y se va por donde vino; sus zapatos rojos chirriando sobre las baldosas.

Abro los ojos, debí quedarme dormido en la silla. Las luces están encendidas. Estoy mareado. Me bebo la mitad de la jarra de agua energética, orino, me siento mejor.

–¡Eh! ¡Semental!

Me acerco a la reja. Volteo a la izquierda y allí están sus manos.

–Le gustas, a la perra. Hay algo que quiero contarte. Tengo una puta tijera con filo.

–¿Cómo así?

–Favores. Ya aprenderás. O no… Te propongo algo.

No le respondo, dejo que hable.

–Tengo un plan. Y tú me vas a ayudar. Luego de un día de himno-terapia viene un día de premio, o sea, hoy. Nos conceden media hora libre en el patio, vigilados pero sin bastones en el culo. La idea es que tú te plantes frente a la perra, que te tiene hambre, la distraigas sin violar la ley de mierda de tres segundos, y yo le caigo por detrás con la tijera. Ahí tú la desarmas y la secuestramos. Juntos guiaremos el escape de los hombres. ¡Haremos la revolución, carajito!

–No lo sé, no lo sé. Quiero curarme.

–Curarte una mierda. Te van a matar o lo que es peor, cortarte el gusanito ese que tanto te gusta estirar.

Suena la alarma intermitente. Se abre la reja pero no hay centinela.

–Es hora, cerdito. Sal tú primero. Nos vemos en el patio.

La cabeza me da vueltas mientras camino por el pasillo y ¡horror!, mi pie derecho se posa entre dos baldosas, he pisado la línea hendida. Esto no pinta bien.

–¡Apúrate! –dice el anciano detrás de mí. Sigo, sigo, llego al patio.

Los hombres están regados, unos por aquí, otros por allá. Creo que todos me observan. Soy la esperanza, mi gusano es la esperanza. La veo: sus zapatos rojos, uno, sus tangas y sus calabazas, dos, ¡ya! El viejo me sigue de cerca, las manos en los bolsillos, se hace el loco, está loco, y yo como impulsado me acerco a la centinela. Uno, ella me ve, dos, sonríe, ¡ya! No puedo, no puedo, quiero curarme, quiero curar al pobre viejo, está enfermo.

Me detengo. El viejo casi me tropieza, me doy vuelta. Veo por primera vez sus ojos grises que alguna vez fueron negros, el cabello blanco celda, las arrugas de sus labios que se bifurcan desde las comisuras como grietas de pantano seco. Se sorprende, abre la boca, y antes de que diga nada, lo beso, beso al viejo, estoy curado, lo estoy curando.

–¡Cerdo!

Me empuja pero antes me clava la tijera en las entrañas, veo sus manos peludas, ahora rojas, y los dedales que sobresalen de un costado de mi cuerpo. La hoja quema por dentro, duele, duele. Me caigo. Miro hacia arriba y veo junto a su cabeza un arma eléctrica. Una chispa asoma del cañón, ¡Bzzzz!, el viejo parece un hombre lobo, un demonio. Oigo el disparo, el relámpago fulminante.

Donde estaba la cabeza del viejo hay solo humo. Uno, allí está ella, es hermosa; dos, su pistola en la mano, sus zapatos rojos. Me mira, la miro.

Uno, dos… Uno, dos, tres.

 

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