Se cumplen dos años desde que Juan Guaidó emergió en la escena política latinoamericana. Entonces un perfecto desconocido y dueño de una irreverencia admirable, se juramentó como presidente encargado de Venezuela para lograr “el cese de la usurpación, un gobierno de transición y elecciones libres”. Al cabo de unos días, la frase se convirtió en una suerte de consigna que reavivó los ímpetus opositores como un milagro.
Dos años han pasado desde entonces y su promesa, para pesar de medio país, sigue siendo una promesa. Pero si bien el régimen continúa en el poder, no ha salido ileso. Porque sucedió lo que nadie imaginaba: Guaidó se erigió como un paladín de lucha democrática, reconocido como presidente interino por buena parte de la comunidad internacional, empezando por Washington y Bruselas. Sin embargo, no nos digamos mentiras: en el fondo, todo eso es retórico. Los gobiernos no existen sin detentar el control territorial ni el uso legítimo de la fuerza. Es técnicamente imposible.
Y, por otro lado, las dictaduras han aprendido a ser inmunes a lo simbólico. Por eso, Maduro sigue en el poder. Pero no indemne, y esto a causa de una figura definitiva: las sanciones. La Casa Blanca aplicó restricciones a las operaciones comerciales de la industria petrolera venezolana y eso puso al régimen de rodillas, obligándolo a buscar atajos para seguir financiando el mínimo de las operaciones del Estado, garantizando así su permanencia al frente del gobierno y entonces su impunidad. Que el chavismo continúe en pie a pesar de semejante arremetida económica pone en evidencia la ironía de la lucha contra la izquierda más recalcitrante del continente: su mayor castigo se convierte, al mismo tiempo, en su tabla de salvación.
Cierto, las sanciones han dejado al régimen sin recursos para financiarse puertas adentro, sin dinero para seguir brindando privilegios a las Fuerzas Armadas a cambio de control y represión. Pero eso ha desencadenado una ola de corrupción en la cual la élite militar es parte fundamental. Ahora tampoco tiene dinero para apaciguar el descontento social con bonos u obras públicas. Y el resultado es una profundización de la crisis económica que se traduce en hambre, porque los venezolanos, como todos los pueblos oprimidos, son dependientes de lo que el régimen les ofrece y este ya no puede darles nada.
Y en el plano internacional, las sanciones lo han dejado sin medios para comprar favores diplomáticos, como durante años hizo con sus aliados en Suramérica o con el rosario de islas del Caribe. Así, muchas veces ganó apoyos en cumbres y decidió votaciones clave ante la OEA. Sin la riqueza que gozó Hugo Chávez, Maduro no solo es un pobre dictador, sino, tanto peor, un dictador pobre.
Pero al mismo tiempo, esas mismas sanciones que tanto daño le han hecho a sus tentáculos de poder se han convertido en el argumento único para justificar el más garrafal descalabro comunista en este todavía joven siglo XXI. Porque para el chavismo y la banda de sesudos que en el mundo lo siguen apoyando, la destrucción del aparato productivo venezolano no es culpa de la política de acoso, abuso y expropiación emprendida por Chávez, sino de las sanciones.
Y si los periódicos independientes no reciben papel para imprimir sus ejemplares no es porque el régimen cercene la libertad de expresión, sino que es culpa de las sanciones. Y si los hospitales no tienen ni alcohol para que los médicos se desinfecten las manos, no es porque una banda de criminales gerencia sin moral el presupuesto del Estado, sino por culpa de las sanciones. Si el interior del país padece apagones insufribles no es porque el nepotismo y la incompetencia se hayan adueñado de las industrias nacionales, sino por culpa de las sanciones. Todo lo malo que pasa en Venezuela ya tiene de antemano un responsable, y claro está, no es el chavismo.
Tal como el fracaso de la revolución cubana será siempre culpa del bloqueo estadounidense, el desastre de la tristemente llamada “revolución bolivariana” (porque Bolívar no merece tanta infamia), es culpa del Departamento del Tesoro. Las sanciones, en los tiempos que corren, son un arma política inevitable para poner freno a los desmanes de los autócratas. Ya no estamos en la Guerra Fría, cuando Washington mandaba marines a poner o quitar mandatarios en América Latina. Ahora la batalla se libra de otra forma. Y ese castigo económico, si bien pega, también redime. Estados Unidos es el gran villano; el régimen chavista, la gran víctima, y no hay destino mejor para la izquierda que ser mártir. Los olvidados son, sin embargo, quienes más sufren: los venezolanos que cada mes siguen perdiendo peso y continúan viendo en la migración ilegal la salida desesperada e inverosímil hacia un futuro mejor.