Con este relato de Mariano Nava Contreras cerramos la Quinta Temporada de Domingos de ficción dedicada a relatos distópicos, bajo la curaduría de Carlos Sandoval. Mariano Nava Contreras (Maracaibo, 1967) fue, hasta su jubilación, profesor de Lengua y Literatura Griega en la Universidad de Los Andes (Mérida). Doctor en Filología Clásica por la Universidad de Granada, con estudios postdoctorales en la Universidad Nacional y Kopodistríaca de Atenas. También es consumado narrador. Entre sus variadas publicaciones destacan: Homero y la cera de Descartes. Fortuna y pervivencia de la Antigüedad entre nosotros (2019), Criollos y afrancesados. Para una caracterización de la ilustración venezolana (2014), Seis estudios para una historia del humanismo clásico en Venezuela (2014), El infierno era como Platón decía (cuentos, 2015), Culo ‘e hierro y otros relatos (2004). Es columnista de nuestra página.
La mesa estaba tal como la habían dejado la última vez, como si los que estaban allí hubieran tenido que huir a toda prisa: las sillas arrimadas de cualquier manera, unos vasos de plástico con restos de café –las huellas redondas donde debieron haber otros–, unos cigarros apenas consumidos y una gruesa capa de polvo que se veía más espesa a la luz de la linterna.
Llegar había sido, además de una travesía, un reto a la memoria y desempolvar también unos recuerdos que ya no eran ni dolorosos. Encontrar las grietas, los invisibles poros de aquella muralla, más bien un descomunal tabique de tablopán decorado con grafitis cuyas láminas habían sido cosidas con alambre de púas. Con él habían terminado de cerrar el campus. Abrirme camino entre el tupido monte y la maleza por donde antes hubo patios y jardines. Los espesos matorrales me llegaban a la cara mientras sentía entre los juncos el movimiento nervioso y seco de los bichos en torno a mis pasos. A esa hora, cuando ya caía la tarde, pude identificar algunos de los árboles que habían resistido al tiempo, sus troncos poblados de parásitos, las gruesas raíces a donde entonces iban los muchachos a fumar y hablar mal de los profesores. Rodeé el Edificio C, con sus paredes chamuscadas de cuando quemaron la biblioteca, las largas manchas negras subiendo desde las ventanas. Me habían advertido que evitara acercarme al Edificio B. Di entonces otro rodeo y llegué por detrás al bloque donde estaba mi Departamento: las rejas oxidadas; en la escalera, los restos de algún perro muerto hacía años, las paredes manchadas de excrementos de murciélagos, el letrero del Departamento ilegible entre la mierda y los hongos. Cuando llegué ya estaba oscuro. Miré el viejo reloj. Había tardado setenta y tres minutos desde la avenida. Lo sé, soy incorregible.
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A menudo subestimamos la fuerza de las palabras. Bueno, los demás la subestiman. Yo difícilmente podría hacerlo habiéndome ganado la vida gracias a ellas. Por eso sabía muy bien que quizás también pudiera estar ganándome la muerte, o por lo menos unos buenos coñazos. Sabía, por supuesto, que el gobierno había prohibido esos libros. Y mucho más traducirlos, pero, ¿qué otra cosa me quedaba si era lo único que sabía hacer?
La cerradura del salón de reuniones estaba trabada por el óxido y los años. Nada que no pudieran arreglar un par de patadas a la puerta. Y allí estaba, la pequeña biblioteca intacta e incorrupta, como un santo, como un milagro a pesar de la humedad y las polillas, a pesar de todo. Los tesoros que poco a poco fuimos poniendo a salvo porque sabíamos que la biblioteca finalmente sería incendiada (todo hay que decirlo, la idea había sido de Yubisay, la secretaria, que a veces se ponía brillante). El Dictionnaire, de Chantraine; el Liddel & Scott; la sintaxis de Bizos; la Historia de la lengua, de Meillet y la de Rodríguez Adrados, joyas que no podía darme el lujo de llevarme a casa sin correr grave riesgo. Limpié un poco la mesa, saqué la libreta y ubiqué la linterna de modo que me alumbrara. La noche sería larga. Al menos era lo que más deseaba.
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Del Edificio B decían muchas cosas que ni creíamos ni dejábamos de creer. Había sido el aulario de la Facultad, y cuando clausuraron la Universidad muchos profesores que no tenían como mantener sus casas se mudaron con sus familias a las antiguas aulas. Llevaron sus fetiches (sus fotos, sus títulos de doctores, los viejos recuerdos de sus viajes a congresos, sus libros ahora clandestinos) y los pocos enseres que habían podido conservar. Poco a poco el edificio fue poblándose hasta albergar una comunidad considerable que, al parecer, comenzó a organizarse según sus propias normas. Se dice que practicaban el más estricto comunismo y que lo que pertenecía a uno podía ser usado por cualquiera sin apenas comunicarlo; que criaban a sus hijos entre todos, sin importar cuál era el de quién; que practicaban el amor libre y que se unían (más bien unían sus labios secos y cuarteados, sus lenguas pastosas, sus pieles arrugadas, sus carnes flácidas y ya sin vigor) siguiendo el ciego impulso de antiguas y quizás frustradas pasiones. Que se alimentaban de los bichitos y de las ramas que recolectaban a diario en el espeso matorral. Que desde que se había cerrado el campus, ninguno de ellos había vuelto a ver la ciudad. Ciertamente, el gobierno había apostado a que murieran de inanición, asfixiados en el hermético confinamiento al que habían terminado por someterse. Antes bien, no solo habían sobrevivido, sino incluso parece que se habían reproducido. Lo que sí es cierto –puedo dar fe– es que ejercían un celoso control sobre cada centímetro de aquellas ruinas enmontadas y supuestamente olvidadas que pensaban les pertenecían. De hecho, esa noche pude ver cómo unas linternas me alumbraban a través de las ventanas del Departamento, como para hacerme saber que estaban muy enterados de mi presencia.
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Justo antes del amanecer di por concluida mi tarea. Había copiado todos los datos que estimaba harían falta para mi traducción. Recogí mis cosas, desanduve el camino por entre las malezas y pude hallar de nuevo el boquete por donde entré. Afuera los poquísimos y viejos carros ya empezaban a circular por las calles desiertas. Las gentes famélicas que habían dormido en el suelo a las puertas de los supermercados se desperezaban por los gritos altaneros de los “guardianes”, que ya estaban llegando en sus motos chinas. Mientras, un sol indiferente se tendía una vez más sobre la ciudad chata y parda.
Deslicé la mano por debajo de la chaqueta y toqué la libreta para cerciorarme de que la traía conmigo. Tenía miedo de que me la quitaran, pero también quería asegurarme de que en efecto yo había estado allí, de que no había sido un sueño. Todavía tenía que caminar unos cuantos kilómetros antes de llegar a casa.