No es sencillo encontrar una explicación a los persistentes niveles de aprobación que tiene el presidente Andrés Manuel López Obrador, pese a los terribles tiempos que vivimos. La popularidad del mandatario se ha mantenido por encima de 60% prácticamente sin altibajos no obstante que los muertos y desempleados convierten al arranque del sexenio en el peor en muchas décadas.
Según la encuesta semanal que realiza en 13 países la empresa estadounidense Morning Consult Political Intelligence, dedicada a la investigación de mercados, la aprobación de la mayoría de los mandatarios ha caído a niveles muy por debajo del 50% como resultado de la pandemia y sus consecuencias económicas: Inglaterra (40%), Francia (33%), España (32%), Japón (29%), Corea (42%), Brasil (42%). En contraste, la curva de López Obrador (con 65% registrado la semana pasada) se ha mantenido incluso con frecuentes ascensos a lo largo de los últimos 12 meses.
Son números que parecerían incomprensibles si se contrastan con los casi 160.000 muertos y los millones de desempleados que la crisis ha dejado en nuestro país. Sobre todo porque a juicio de la mayoría de los medios de comunicación y de la llamada opinión pública, el Gobierno que preside López Obrador no ha sido inocente en estas trágicas cifras. ¿Qué podríamos concluir del hecho de que el grueso de los líderes de opinión está descontento con el manejo que el Ejecutivo ha hecho de la pandemia y de la crisis económica, pero la mayoría de los ciudadanos mantiene la aprobación de su presidente? La respuesta podría encontrarse en alguna de las siguientes tres hipótesis: a) las encuestas están equivocadas; por alguna razón no se ha encontrado la manera de registrar el malestar de la población; b) los sondeos son correctos, pero la mayoría de las personas aprueba a López Obrador porque vive engañada y cree en lo que él les dice; c) los llamados líderes de opinión y el grueso de los medios de comunicación no son representativos de la población en su conjunto y en realidad son líderes de y comunican a un segmento minoritario de la sociedad.
La primera hipótesis tendríamos que desecharla de manera expedita si consideramos la unanimidad de las encuestas en torno a la aprobación que recibe el presidente, a pesar de que la mayoría de ellas procede de medios e instituciones críticas de su mandato. Con variantes en las metodologías o distintas formulaciones de las preguntas, el resultado ha sido esencialmente el mismo.
La segunda hipótesis es más polémica. ¿La mayoría de las personas aprueba al presidente porque es víctima de un engaño? Para apuntalar esta tesis sus críticos citan una y otra vez realidades que contrastan con las expectativas de la gente o destacan las ocasiones en las que el presidente cita datos incompletos o sacados de contexto. Y si esos críticos tienen razón, ¿por qué no pueden convencer a la mayoría de los mexicanos? Tienen los medios y tienen los argumentos, ¿o no?
Sí y no. Los críticos de López Obrador tienen los medios y tienen los argumentos, pero estos medios y estos argumentos no son los del universo al que se dirige el presidente; no hacen mella en el México sumergido, ausente hasta hace poco en los escenarios decisivos de la vida nacional. No deja de ser ilustrativo que ese 60% que apoya a AMLO se asemeja mucho a la cifra del 56% de la población activa que trabaja en el sector informal. Estos últimos no caben en el modelo económico de los últimos sexenios; no es sorprendente entonces que muchos de ellos tampoco se sientan representados ni por los líderes de opinión ni por las opciones políticas que condujeron a ese estado de cosas.
Lo cual nos lleva a la tercera hipótesis. El diagnóstico que hace el presidente de los problemas del país y, sobre todo, las soluciones que está aplicando para responder a ellos, son incongruentes con la visión que poseen buena parte de los sectores medios y las élites, pero responde a las reivindicaciones y deseos de poco más de la mitad de la población que, por vez primera, considera que alguien habla a su favor. Es decir, a favor de los pobres y en contra de los privilegiados.
Y en tanto sean mayoría, el presidente mantendrá sus niveles de aprobación no importa cuántas incongruencias se exhiban de la 4T. La diaria diatriba de los presuntos desaguisados que comete el Gobierno mostrada en los medios y argumentada en las columnas y los programas de radio, no impactan en una población que se siente marginada excepto por el hecho de que ahora está en el Palacio Nacional alguien que habla en su nombre. De allí la importancia política que tiene para López Obrador mostrarse todos los días en su cruzada a favor de unos y en detrimento de otros.
Cada una de estas dos fuerzas antagónicas encuentra en la polarización una respuesta inmediata, aunque equivocada. Los críticos de López Obrador están convencidos de que tarde o temprano la denuncia de los errores e incongruencias de la 4T cambiará el parecer de las mayorías, pero lo único que consiguen es predicar a los ya conversos. Peor aún, la crítica en contra de López Obrador confirma, a ojos de los que creen en él, su compromiso con los pobres.
En consecuencias ambas partes apuestan a la polarización, lo cual en última instancia favorece las posiciones del presidente. Salvo que en este caso, lo que es bueno políticamente para él, no lo es tanto para el resto del país.
En términos históricos y éticos, a López Obrador le asiste la razón, en términos de realidades económicas, no necesariamente. Es correcto plantear que ha llegado el tiempo de los pobres; pero tratar de edificar un cambio a partir de la confrontación con los que pueden producirlo es complicado.
La desigualdad es una cosa muy jodida, entre otras razones porque los de arriba están en control de la riqueza y de la manera de producirla. Intentar un cambio requiere del convencimiento y la negociación, a menos que se haga por vía violenta, cosa que está descartada tanto por el contexto nacional e internacional, como por convicción del propio mandatario, afortunadamente. De allí que las posibilidades reales de cambio terminan siendo muy limitadas por vía de la confrontación. Polarizar le ofrece al presidente una vía expedita para conseguir la aprobación de las mayorías, pero en la misma proporción disminuye la posibilidad de llevar a buen puerto sus banderas. Y para la oposición sucede algo similar, polarizando intensifican la molestia del segmento minoritario al que pertenecen, pero legitiman al líder popular en el ánimo de los que votaron por él. Atrapados.