Hay nervios entre los mayores beneficiarios de los cuatro años de disparate trumpista. Joe Biden viene de una larga experiencia internacional, como presidente del poderoso comité de Exteriores del Senado y vicepresidente de Obama. Están muy claros sus propósitos en política mundial: no va a predicar tan solo con el ejemplo de la fuerza sino sobre todo con la fuerza del ejemplo. Aunque no descarte el método que condujo a las guerras de Irak y Afganistán con George W. Bush o la de Libia con Obama, prefiere vencer con la bandera pacífica de los valores democráticos y de las instituciones multilaterales.
La primera institución que ha visitado esta semana ha sido el departamento de Estado, la todopoderosa organización de la diplomacia y principal instrumento del soft power, el poder blando. Trump se estrenó con la visita a la CIA y el Pentágono, los brazos del hard power, el poder duro. Biden ha querido subrayar en cambio que Estados Unidos regresa a la escena internacional y a la diplomacia, con vocación de recuperar las responsabilidades que le corresponden por su envergadura, su historia y sus compromisos y alianzas.
A diferencia de Trump, cuidará a los amigos, exigirá a los socios y apretará las tuercas a los enemigos. Su primer discurso presidencial sobre política exterior entra en detalles: suspensión de la retirada de tropas estadounidenses de Alemania decidida por Trump, abiertamente insultante para Merkel; punto final a la guerra de Yemen, librada por Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, con armas, supervisión y auxilio de Trump; y apoyo sin fisuras a Alexéi Navalni, en su valiente desafío democrático a la cleptocracia autoritaria de Putin y de sus amigos trumpistas.
Hay nervios en Riad y en Abu Dabi, pero más los hay en el Kremlin. Todos merecen similares reproches por sus desmanes, los bombardeos sobre civiles en Yemen, el asesinato de periodistas como Anna Politovskaia y Jamal Khashoggi o los envenenamientos como los sufridos por Litvinenko, Skripal y el propio Navalni, además del sinfín de presos políticos. Es un mal chiste la denuncia de un doble rasero por parte del ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, y nadie lo sabe tan bien como Navalni, al igual que lo saben los presos catalanes, de tan distinta envergadura política y sometidos a incomparables condiciones judiciales y carcelarias. En el Kremlin no temen tanto los reproches europeos como la dimensión del líder alzado frente a Putin, que no cesa de crecer dentro de su mazmorra.