A mi querida amiga Paulina Gamus
No sé si mis amistades judías tienen la admiración que yo tengo por estos dos personajes que, si son muy suyos, también lo son muy míos. El Antiguo Testamento es base fundamental de mi cristianismo. Éste nació en la Sinagoga. A hebreos y cristianos paradójicamente nos ha separado quien nos une: Jesucristo. Moisés, lo prefigura; de David desciende.
Hace años leí un excelente ensayo de Winston Churchill titulado Moisés, conductor de pueblos, donde el gran político inglés demuestra su admiración por el israelita, que yo comparto. Nació en Egipto en un momento en que el poder faraónico dispuso la muerte al nacer de los varones hebreos y se salvó por la estratagema de su madre que todos conocemos. Ésta lo llevó a criarse y formarse en la corte del faraón, protegido maternalmente por la hija de monarca. Ha podido ser un hombre muy diferente al que fue. Educado en un ambiente refinado, en contraste con su pueblo de origen, pobre y sometido a esclavitud, no hubiera sido extraño que repudiara esa bajeza y se empavonara con la alta posición que tenía. ¡Lo han hecho tantos! Pero Moisés no se olvidó de su sangre, por eso defendió a un judío agredido por un egipcio y mató al agresor. Tuvo que huir, porque al día siguiente quiso separar a dos judíos que peleaban y uno lo increpó diciéndole si se creía juez entre ellos y mataría a uno como al egipcio de la víspera. No estaba seguro ni aun entre los suyos. Ese día aprendió algo que había de servirle para la misión a la cual Dios lo tenía destinado, aunque aún no la conocía: conducir a través del desierto hacia la Tierra Prometida a un pueblo primitivo y obtuso.
Meditando sobre la tarea de Moisés encuentro un símil a la de nuestra propia alma: ésta atraviesa un desierto hostil lleno de obstáculos y tentaciones que la apartan del camino de la verdad y de la vida que reside en el mundo espiritual. Demasiado terrícolas, como los hebreo conducidos por Moisés, ansiamos las viandas jugosas y vulgares de Egipto -nuestros propios vicios- en lugar de la ayuda del maná que nos viene del cielo. Despreciamos la virtud que nos lleva a la eternidad por un trozo de carne perecedera. Como los israelitas del desierto, cuántas veces caemos en la idolatría de lo material y nos olvidamos del Dios único.
Moisés se valió de sus conocimientos científicos y así pudo ayudar a su pueblo ignorante. Para salvaguardar su salud, les volvió preceptos religiosos simples medidas higiénicas. Se dice que el famoso pase del Mar Rojo se debió a su perfecto conocimiento de las mareas. ¿No hubo milagro? Sí lo hubo: un hombre solo, incluso mal orador, conduciendo a un pueblo rebelde y timorato a alcanzar lo imposible. Sin embargo, mortal al fin, en un momento dudó en su fe: golpeó dos veces la roca para que saliera el agua. Esta duda del santo le costó no entrar en la Tierra Prometida. A los suyos, Dios les exige todo.
A David en cambio no le falló nunca la fe, le falló la carne. Condujo a gloriosas victorias a su pueblo, pero el día en que el rey soldado no salió en campaña al frente de éste, cayó en la tentación. Paseando ocioso por las terrazas de su palacio, vio en otra a Betsabé, la mujer de Urías, bañándose. Lo demás lo sabemos. Ociosidad, madre de todos los vicios. Y cayó tan bajo, que al adulterio le agregó el asesinato: mandó a poner a Urías al frente del fuego. Pero cuando el profeta Natán le hizo ver su horror, David lloró amargamente. Su arrepentimiento llena la rima de los Salmos. En éstos, se hace maestro de oración elevadísima, de mística, seguido nada más ni nada menos que por san Juan de la Cruz, que lo cita cientos de veces en sus obras. Dios lo dejó caer muy bajo, para que viera quién era y después lo hizo subir muy alto.
Moisés y David son para mí complementarios en lo que debemos ser como seres humanos. Más en esta hora aciaga de males nacionales y mundiales. Tenemos que enfrentarnos a las realidades terrenas con la voluntad, el coraje y la decisión del conductor de pueblos, pero teniendo el alma inmersa en las realidades divinas del cantautor de Dios. Acción y oración. Audacia cimentada en la fe. ¡Y el mundo será nuestro!
Alicia Álamo Bartolomé de 95 años