Guy Sorman: Navalny y la disidencia

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La aparición de un disidente en la escena política es un fenómeno casi mesiánico. ¿Por qué milagro un ser solitario y sin poder se enfrenta a una potencia represiva y aparentemente inquebrantable? ¿Se podría trazar una especie de retrato robot del disidente, predecir las circunstancias de su aparición, anticipar su fracaso o su éxito? Señalemos, de entrada, que el disidente es una figura rara, pero recurrente, en la historia. Algunos historiadores laicos, que proponen una interpretación material del mesianismo, han visto en Jesús un disidente que cumple todos los requisitos: está solo, desarmado ante el poder temporal de los romanos y el poder espiritual de los guardianes del templo, pero la gente lo reconoce y Él prevalecerá frente a los poderosos. A la tragedia griega, anterior a Cristo, le debemos el retrato insuperable de la disidente Antígona: sola, y encarnación de la moral y la tradición frente al rey Creonte, poseedor de la fuerza temporal. Martín Lutero, un monje solitario contra el papado reinante, entra en esta misma categoría. Y también Lenin.

El disidente, aunque triunfe sobre el poder establecido, no conduce necesariamente a un futuro radiante. Fíjense en Aung San Suu Kyi, una disidente venerada en todo el mundo que, una vez obtenida la victoria, ha resultado ser una dictadora nacionalista y xenófoba que presidió las masacres de musulmanes rohinyá antes de ser destronada a su vez. Alexéi Navalni, en cambio, ha demostrado ser el disidente absoluto, inquebrantable en sus convicciones, totalmente indiferente a su destino personal, la prisión y la muerte. Le importa poco; se considera investido de una misión mesiánica para democratizar Rusia.

Casualmente, he coincidido con algunos de estos disidentes: Andréi Sajárov en la URSS; Lech Walesa en Polonia; Alexéi Navalni en Moscú; Suu Kyi en Rangún antes de ser liberada; Wei Jinsheng (en el exilio en Estados Unidos); Liu Xiaobo, en su arresto domiciliario en Pekín; Nelson Mandela, aunque ya era presidente; y Lula en Brasil, en la época de la dictadura militar. Obviamente, en mi colección personal faltan los más grandes: Mahatma Gandhi y Martin Luther King. Todos los que he conocido y aquellos sobre los que he leído tienen innegables rasgos comunes: todos están hechos de una pieza, no tienen escrúpulos, son indiferentes a su destino personal. Todos están convencidos de estar en posesión de la verdad, de encarnarla. Por eso es imposible discutir con un disidente: afirma, ataca, y no se preocupa por los matices. El hecho de que algunos partidarios -una docena o millones- se unan al disidente no influye en su opinión ni en su comportamiento. Aunque le den una paliza, lo encarcelen o traten de negociar con él, el disidente persiste, como un monolito inmutable de granito o de acero.

Antígona fue tan insensible a los argumentos de Creonte -no todos inexactos, ya que correspondía al rey mantener el orden en la ciudad- como lo fueron Gandhi, Mandela o Liu Xiaobo a otros argumentos. Goethe escribió que «mejor la injusticia que el desorden». El disidente invierte la máxima: para él es mejor el desorden que la injusticia o la concepción que el disidente tiene de la justicia. ¿Ha sido mejor el cristianismo después de Lutero, la India después de Gandhi? Se podría discutir. Por otra parte, es innegable que la segregación racial ha cedido, en Suráfrica y en Estados Unidos, ante el simple poder de la palabra de Nelson Mandela y Martin Luther King.

Evidentemente, desconocemos el nombre y las acciones de todos esos disidentes que han pasado por la historia sin dejar rastro, sin descendencia y sin influencia sobre los despotismos y desigualdades de su tiempo. Pero los que triunfaron, ¿con qué fuerza misteriosa sacudieron las monarquías absolutas y otras dictaduras? Gandhi lo explicó.

Sabía muy bien que la «resistencia pasiva» por sí sola, aunque la practicaran millones de indios, no habría vencido al Imperio británico sin la ayuda de los propios británicos. Gandhi gana porque sacude la conciencia de los gobernantes; su persistencia moral corroe el alma británica desde dentro y los británicos se rinden porque al final llegan a la conclusión de que la moral está del lado de Gandhi. Es este cambio moral, al menos tanto como las circunstancias políticas, militares y estratégicas, lo que asegura el éxito del disidente. Mijaíl Gorbachov, ante la revolución inquebrantable de Sájarov, acaba adoptando la ética de este último y abandona el método de represión soviético (que ni siquiera Putin se atreve a restaurar por completo).

En Suráfrica, los afrikaners blancos, los cristianos como Nelson Mandela, acaban admitiendo que Nelson Mandela es el verdadero cristiano y abandonan el apartheid. Lo mismo ocurre con Martin Luther King, que no luchaba contra la segregación, sino que predicaba victoriosamente contra ella en una América cristiana. Al final, el disidente gana solo si el poder comparte con él convicciones morales y religiosas cercanas. Por eso dudamos del éxito final de los disidentes chinos (a menudo budistas) contra el Partido Comunista Chino, porque los primeros tienen una moralidad y una convicción, mientras que el Partido no comparte ni la una ni las otras.

¿Navalni contra Putin? No lo sabemos. Putin dice ser un cristiano ortodoxo, pero ¿lo es? Debería serlo al menos un poco para entender que Navalni no busca el poder, sino la justicia. Cuando Gandhi comenzó, en la década de 1930, innumerables huelgas de hambre, cuando Mandela picaba piedras en el patio de una prisión, cuando Martin Luther King se desgañitaba en las diminutas iglesias de Mississippi, nadie hubiera apostado por su victoria. De modo que no sabemos qué ocurrirá en Rusia.

 

 

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