En Cuba tiene lugar el conflicto entre una comunidad de jóvenes artistas, que busca un marco asociativo independiente, y el Gobierno de la isla. El cubano, uno de los pocos regímenes del socialismo real que persisten, posee instituciones (Unión de Escritores y Artistas, Asociación Hermanos Saíz, consejos nacionales, Instituto de Cine y otros), subordinadas con mayor o menor rigidez al Ministerio de Cultura y al Partido Comunista.
Las nuevas generaciones, que han sufrido una intensificación de mecanismos de control y censura, presionan para crear nuevas normas a favor de la autonomía gremial. Cineastas han demandado una ley que flexibilice la producción cinematográfica, dramaturgos y actores lo mismo, nuevas cooperativas de producción musical son un fenómeno creciente. En ese contexto de demanda de autonomía tuvo lugar el último proceso de redacción de la Constitución de 2019 y de una serie de decretos que regulan la libertad de expresión artística.
Mientras la Constitución, en su artículo 54, “reconoce, respeta y garantiza a las personas la libertad de pensamiento, conciencia y expresión”, varios decretos, el 349, el 370, el 373 y la ley de símbolos nacionales, restringen la actividad creadora en la isla. Estos decretos imponen obstáculos al reconocimiento de amateurs, que llaman “intrusos”, penalizan el uso de espacios privados para la difusión cultural, limitan el ejercicio del cine independiente y sacralizan los símbolos nacionales.
La nueva legislación ha coincidido, no por azar, con un incremento de la censura en diversas manifestaciones artísticas, especialmente en el cine. Juan Carlos Cremata, Carlos Lechuga, Miguel Coyula, Yimit Ramírez, José Luis Aparicio y Fernando Fraguela son algunos cineastas censurados en los últimos años. Esas censuras, lo mismo que los arrestos preventivos e interrogatorios expeditos contra artistas, han sido rechazadas, de manera pública o silenciosa, por buena parte de la comunidad intelectual.
De acuerdo con ese dispositivo jurídico, artistas como Luis Manuel Otero Alcántara, líder del Movimiento San Isidro, han sido estigmatizados y reprimidos. Otros, como la reconocida Tania Bruguera, también son encarcelados e imposibilitados de salir del país por varios meses. La intervención de la sede del Movimiento San Isidro y el arresto de sus miembros el pasado 26 de noviembre, la campaña mediática contra los jóvenes que se manifestaron frente al Ministerio de Cultura, tanto el 27 de noviembre como el 27 de enero, y los constantes interrogatorios y cercos policiacos a que son sometidos, tienen como trasfondo esa legislación, en muchos aspectos, anticonstitucional.
En Cuba la represión contra artistas disidentes ha existido siempre, desde la censura de la película PM de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante y el cierre del magazine Lunes de Revolución en 1961. La diferencia es que ahora esa represión cuenta con un soporte jurídico específico, que se destina a un sujeto preciso: la juventud intelectual globalizada y conectada a las redes sociales. No es casual que la maquinaria represiva incluya, centralmente, el bloqueo y la descalificación de publicaciones electrónicas en las que se expresan los jóvenes, como Rialta, Hypermedia Magazine, Periodismo de Barrio o El Toque.
Cuando se produjo el asalto a la sede del Movimiento San Isidro varias víctimas, como el escritor Carlos Manuel Álvarez y la historiadora del arte Anamely Ramos, contaron que los celulares de los jóvenes habían sido desconfigurados. El 27 de enero, cuando el ministro de cultura Alpidio Alonso y otros funcionarios dieron manotazos y empujones a los jóvenes hasta que, con la ayuda de agentes de la Seguridad del Estado, los montaron en un ómnibus y los detuvieron con violencia, se repitió la escena: la policía reseteó los celulares de los jóvenes.
Es inevitable interpretar esos actos represivos como una muestra del rechazo esencial que el Estado cubano siente por una juventud conectada, que reclama autonomía. Ese rechazo es practicado por una burocracia mayor de 50 años contra una juventud crítica e independiente, lo cual coloca el choque en la tensión generacional y tecnológica del siglo XXI. Se trata de la reacción —en el literal sentido reaccionario del término— de una generación de funcionarios analógicos contra jóvenes digitalizados.
El conflicto que tiene lugar en Cuba posee orígenes concretos e involucra a actores tangibles. La estrategia mediática oficial ha buscado, desde un inicio, subordinar ese conflicto al diferendo entre Estados Unidos y Cuba. Es evidente que por ese camino, que implica la criminalización de los jóvenes artistas como “contrarrevolucionarios” y “agentes de una potencia extranjera”, no hay solución posible.
Rafael Rojas es historiador.