Era un febrero bisiesto, bisextil, bisextilis, que tiene dos “6”, 366. Uno como el del año pasado. Era un febrero bisiesto y no como este febrero en cuarentena, hablando con las almohadas que están sentadas en la sala haciendo la visita desde hace meses. Era un febrero bisiesto hace muchos muchos años, pero como si hubiera sido ayer. Hay cosas que no se olvidan. Altagracia, que no se había convertido en el temor ambulante y en la desconfianza absoluta que hoy la define, tenía 19 años y estudiaba en Leipzig gracias a la beca de un gran mariscal. En los fines de semana con puente, ella se iba a ver el de Avignon en Francia, o el Vecchio en Florencia, o el de Londres (para constatar si era verdad que se iba a caer). En este segundo mes se había propuesto ir hasta Copenhague para contemplar a La Sirenita.
Sentada en el diminuto café de la estación de trenes en Hamburgo, Altagracia, concentradísima, leía un folleto turístico. En la página 3 de “Dinamarca en Siete Días” había una fotografía de La Sirenita (“Den Lille Havfrue”) y la explicación: “La Sirenita por lo general desilusiona al visitante por su tamaño, mucho más pequeño de lo esperado. Es un símbolo de la capital danesa y está ubicada sobre una roca en los muelles de la ciudad. La escultura, de bronce y basada en un cuento de Hans Christian Andersen, fue realizada por el escultor Edgard Eriksen. Su creación fue financiada por Carl Jacobsen, dueño de las cervecerías Carlsberg, en 1913. Para llegar a ella debe andar unos 500 metros al norte desde la plaza Amalienborg”.
Algo olía a podrido, pero no en Dinamarca, sino ahí mismo, en el café de la estación. Afuera los andenes estaban vacíos, el viento soplaba bajo cero y una lluviecita helada amenazaba con prohibir el sol, la primavera, el verano, los 40 grados a la sombra y los vestiditos de tirantes. Adentro había un olor a salchichas rancias, a repollo avinagrado y a dumplings mil veces hervidos. También hedía a sudores de invierno; a gente que no se había tropezado con un jabón desde su infancia; a tabaco del malo; a café quemado; a cerveza barata; a ropa sucia, usada una y otra y otra vez por el tigre, el mono, el elefante, el payaso y el dueño del circo. Y, por si fuera poco, los viajeros estaban apiñados entre dos paredes de ladrillos y otras dos de vidrio, y el aire era… grueso y bajo. Blando y espeso.
Altagracia apenas levantó la vista cuando alguien se sentó a su lado. Era un árabe igualito a todos los árabes, que son como los chinos y los japoneses y los suecos y los burundeses y los incas y los aztecas, que todos son idénticos… y los pingüinos por supuesto. En la página 4 había una lista de los cuentos de Andersen: “El Patito Feo”, “El Traje Nuevo del Emperador”, “Las Zapatillas Rojas”, “El Soldadito de Plomo”, “El Sastrecillo Valiente”… y el árabe sacó algo de su mochila. Un bojotico envuelto en papel.
El rabito del ojo se inventó para que Altagracia viera como el desconocido desempaquetaba un pancito arábigo y murmurara una oración ininteligible. Luego, partió el alimento y, sin mediar palabra, le extendió la mitad a ella.
A las cinco de la tarde, Altragracia abordó su tren, aún con el gusto de ese pan extraño que sabía a amistad, a “no quiero que me des nada a cambio”, a todos somos iguales y creemos en algo mejor. Dios, mi Dios o tu Dios o los dioses del Olimpo, nuestros dioses, que en un febrero bisiesto y no como este sin vacunas, habían sido propicios.
Carolina Espada es Escritora – @carolinaespada