Rafael Fauquié: El trazo de un instante

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La modernidad pareció exacerbar algunas contradicciones. Marx decía ver cómo a su alrededor, “todo lo que es sólido se desvanece en el aire”. Nietzsche, por su parte, apuntó que todas las cosas parecían impregnarse de sus contrarios. Entre otras muchas, el tiempo de la modernidad extremó dos paradojas: la veneración de lo individual dentro de un mundo saturado de muchedumbres tumultuosamente homogéneas; y cierta obsesión por eternizar el presente, esa momentánea fugacidad condenada a desaparecer tan pronto como es tocada.

Pertenece a la mitología de nuestro presente valorar al extremo personajes singulares capaces de destacar por alguna razón. Caben recordarse las palabras de Sören Kierkegaard: “Si debiera pedir que se pusiese una inscripción en mi tumba, no quisiera otra que ésta: fue el Individuo. Si esta palabra no es comprendida todavía, lo será algún día”. Sobre el propósito de perennizar el instante, es ya un lugar común recordar la imagen descrita por Baudelaire en su texto El pintor de la vida moderna: “Este solitario dotado de una imaginación activa, viajando siempre a través del gran desierto de los hombres, tiene un fin más elevado que el de un simple paseante … Se trata para él, de separar de la moda lo que pueda de tener de poético en lo histórico, de extraer lo eterno de lo transitorio”.

Alguna vez dijo Octavio Paz que el presente era el tiempo de la poesía, del arte. Es el reto de la creación estética: eternizar un momento, atrapar para siempre el sentido de ese instante que mueve y conmueve a un ser humano.

Un individuo y un fugaz ahora; una acción individual capaz de extraer lo perdurable de lo transitorio; de comunicar, en toda su intensidad, la fulgurante expresión de lo momentáneo. El pintor Francis Bacon describió lo que para él era el logro más alto de la pintura contemporánea: “pintar el grito antes que el horror”. “Pintar el grito”: dar visibilidad a la pasión, hacer visible lo vivible, trasladando hasta el lienzo la realidad interior del artista convertida en intensidad plasmándose sobre la tela.

Alguna vez dijo Jackson Pollock: “La pintura tiene vida propia… Lo que pinto en mis telas no es una imagen sino una acción”. En las pinturas de Pollock encarna, como voluntad, como propósito, la doble urgencia del arte moderno: aludir a un individuo capaz de establecer sobre cierto aquí y sobre cierto ahora un hallazgo del cual surja toda la belleza posible de lo impredecible, de lo accidental.

En una ocasión, Pollock respondió a la impertinente pregunta de una periodista acerca de como sabía él cuando había llegado el momento de dar por terminada una obra: “Lo sé, de la misma manera que sé cuando he terminado de hacer el amor”.

Mientras ese instante final llegaba, todo cuanto pudiese conducir hacia él, era legítimo. Sin embargo existía un riesgo en esto: repetir una y otra vez gestos convertidos en copia interminable de sí mismos. Era el peligro de la subjetividad creadora transformada en rictus; la inspiración trocada en lugar común, el instante, ya no capturado en un definitivo trazo, sino banalizado para siempre en fórmula.

 

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