Siempre he creído que los Premios Nobel de la Paz deben ser otorgados post mortem. Es justo reconocer que la mayoría de los galardonados han sido merecedores del mismo, pero unas cuantas ovejas negras obligan a creer que lo sensato es otorgarlo cuando el beneficiario ya no está en condiciones de meter la pata o algo peor, la mano.
Veamos algunos ejemplos de esos Nobel injustos: Theodore Roosevelt en 1906. Considerado uno de los más emblemáticos presidentes del ideal americano fue al mismo tiempo artífice de la política del Big Sitck o Gran Garrote y de la “Diplomacia de las Cañoneras”. Con la Guerra hispanoamericana –en Cuba– se apropió de Guantánamo. Igualmente de Puerto Rico y las Filipinas. Promovió la independencia de Panamá para hacerse del canal. Ocupó militarmente Haití (1915-1934), República Dominicana (1916-1924), (Nicaragua 1912-1924). Envió sus marines para aterrorizar a varios países. Los mismos marines que algunos compatriotas –un siglo después– esperan y aspiran que vengan a salvarnos de Maduro y sus compinches.
Yasir Arafat lo obtuvo en 1994, conjuntamente con Yitzhak Rabin y Shimon Peres, por los acuerdos firmados para una ilusoria paz en el Medio Oriente.
Los encargados de conceder el premio obviaron el pasado terrorista de Arafat. Pero después de su muerte se descubrió la inmensa fortuna que amasó apropiándose de las contribuciones de los países árabes a la causa palestina que decía defender.
Otro supuesto fraude fue el de Rigoberta Menchú quien lo obtuvo en 1992. El antropólogo y experto en cultura maya David Stoll, autor del libro Rigoberta Menchú y la historia de todos los guatemaltecos pobres, desnuda las mentiras de la nobel sobre sus desventuras familiares, que tanto impresionaron a los suecos. Para lograrlo, Stoll dedicó una década a realizar más de 100 entrevistas a conocidos y parientes de Menchú.
En 1980 lo obtuvo el argentino Adolfo Pérez Esquivel. En Wikipedia es fácil encontrar su carta de prosternación ante Hugo Chávez. Y ha vivido igual de prosternado ante especímenes como Néstor y Cristina Kirchner, las Madres de Mayo (no las buenas sino las …) y las Abuelas de la misma Plaza entre quienes destaca ese engendro llamado Hebe Bonafini.
El caso que motiva la anterior introducción es el de Aung San Suu Kyi, líder de Myanmar (Birmania), Premio Nobel de la Paz en 1991. Muchos nos conmovimos con la película The Lady, la historia de esa joven birmana que comienza con un golpe militar y el asesinato de su padre en 1947. Aung San Suu Kyi fue sometida a un brutal arresto domiciliario durante casi una década. Diez años después de ser liberada y de prometer luchar por la justicia social, la líder y poder detrás del trono se transformó en carcelera de sus críticos y promotora de la limpieza étnica contra la minoría musulmana de los rohinya.
Esa conducta le ha costado el retiro de algunos premios recibidos gracias a su pasado de sufrimientos, y las críticas severas de varias mujeres Premios Nobel de la Paz como ella.
Algunos escritores y periodistas aseguran que el caso de la nobel birmana es «otra demostración más de la torpeza moral de confundir victimización con virtud”.
Los Nobel de la Paz con quienes comencé esta nota no engañaron a nadie, eran como eran y los que aún viven siguen siéndolo. Pero la lideresa de Myanmar hoy derrocada por los militares herederos de quienes mataron a su padre, la encerraron por diez años y luego la encumbraron; no tuvo la fuerza moral para resistir las perversiones que tantas veces conlleva el poder. Aquí en Venezuela tenemos algunos ejemplos –pocos por cierto- como el de un tal Aristóbulo a quien muchos estimábamos por su bonhomía y compromiso con los débiles, pero hoy transformado en hambreador y perseguidor de su propio gremio. Todos los demás, los autores de las tropelías y crímenes que Istúriz convalida, siempre fueron perversos. Ninguno aplica para el Nobel de la Paz, respiremos.
Paulina Gamus es Abogada, parlamentaria de la democracia – @Paugamus