Regresando del Carnaval inexistente, con máscara tapabocas por si acaso, les cuento que tenía yo en los tiempos en que iniciaba mi vida como investigador y docente universitario un maestro que era enemigo feroz de aquellos que habiendo contraído votos de casto compromiso académico perdían su tiempo en escribir artículos de opinión para la prensa. Que esas tribunas públicas y escritas eran territorio particular y privativo de personajes políticos que, con ambición de reconocimiento, adhesión de militancia partidaria y otros no tan santos fines, utilizaban con mayor o menor éxito su pluma en tales negocios no solo del espíritu. Y los había de tinta fina o espesa, populares o no, pagados o sinceros, que total qué más da, a fin de cuentas, se burlaba.
Alegaba además el aludido maestro a su favor, irrenunciable derecho en todo caso, que así como la política pertenecía a la calle, los militares debían permanecer en sus cuarteles, los médicos en los hospitales, los curas en sus misas y las universidades, liceos, colegios y escuelas poseían un fin y responsabilidad específica e irrenunciable que era el de transmitir adecuadamente, en prolongación de lo que ya venía cocinándose en la familia de cada quien, creencias y valores que convertidos en comportamientos y conciencia ayudaran a crear las condiciones necesarias para el equilibrado funcionamiento de la sociedad. La universidad, agregaba, constituía el escenario privilegiado en la búsqueda de la verdad a través del debate, la investigación y la enseñanza, que incluía por supuesto el ejemplo de vida del maestro hacia y con sus alumnos que eran, éramos, todos.
Sin ser enemigo de los cambios, constituía a todas luces un clásico aquel hombre de bien y de ironía constante que me enseñó además que todo podía lograrse por más difícil que pareciera sin dejar de saborear una buena copa de vino o disfrutar de amigos y café para en conversa discurrir sobre lo divino y lo humano. Y no perdía la oportunidad para decirme, “pero ya que estás decidido a cometer el pecado de escribir en la prensa, al menos hazlo bien y para que te entienda el mayor número posible de personas”. No creo haber sido fiel a sus deseos, aunque sí a su memoria.
Yo pertenecía, nosotros, a otra generación en la que dominaba la idea epopéyica y tumultuosa del escritor comprometido y enredado en sus clinejas de revolucionario y existencialista intelectual de izquierda. La definición del territorio de pertinencia a esta tribu era lo suficientemente gelatinoso y permeable como para aceptar y recibir en pila bautismal de ese club a marxistas o no, a filósofos, economistas, curas y cuanto viandante o traficante del arte y la cultura se atravesara en el camino.
Era la época de los años sesenta y subsiguientes donde todo parecía cambiar, “se vino abajo el mundo” se escuchaba decir al maestro, hace tiempo feliz en su olvido de tumba irremediable. Ahora los grandes debates académicos propiedad de tan pocos en una época se convertían en bulla de muchos, y los artículos de opinión se multiplicaron en papelillo y serpentina cambiando así, entiendo que para bien y para mal, su valor y vocación social e intelectual, no siempre desprendida sea dicho, multiplicando por otra parte su impacto en la opinión pública nacional e internacional.
Ahora, pasado el tiempo y cambiadas tantas cosas de sitio, seguimos escribiendo sea desde la vanidad o la necesidad y urgencia de redención, inconformes con el silencio que es mansedumbre frente a los que aglutinan estrepitosamente, apetito de dictadores, la voz de los demás.
Por allí me tropecé otra vez en el secuestro de nuestros días con Jorge Luis Borges y sus sentencias, hombre que escribe siempre tangos siderales ejecutados por catedrales ciegas, que alude a nuestro favor y en nuestra contra en una conferencia sobre El Libro lo siguiente: “Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria”.
Después de esta puñalada arrabalera con relación a la opinión escrita y compartida en público con la que pudiera estar de acuerdo mi viejo maestro caraqueño, todavía quedamos algunos aulladores solitarios que insistimos frente a la luna del deseo en decir por escrito lo que otros callan por fatiga o falta de oportunidad. Los dictadores aspiran a la mudez mientras los demás preferimos la voz arisca de los que no se escuchan, pero buscan decir y ser oídos.