Joaquín Estefanía: Una vida más difícil

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El problema más importante no es el de los violentos jóvenes; ese sólo es el más urgente de resolver. El problema más importante es el del resto de los jóvenes, muy mayoritarios, que no mantienen expectativas materiales y emocionales. No se puede ser voluntarista: se trata de un equilibrio entre la tragedia y la esperanza. “Cada día son más jóvenes”, dicen los responsables de enfrentarse a esas movilizaciones recientes; y el presidente de Gobierno, Pedro Sánchez, probablemente se acordó de ellos en el Congreso de los Diputados cuando dijo: “a los jóvenes les cuesta desarrollarse en su territorio, encontrar un trabajo, una vivienda digna y cada vez se retrasa más la edad de ser madres y padres”.

Lo concretó: por ejemplo, los jóvenes que nacieron en el mágico año de 1992 (los juegos olímpicos de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla, cuando en Europa se hablaba de los españoles como “los alemanes del sur”) apenas tenían 15 años cuando comenzó la Gran Recesión y cumplirán los 30 en medio de la pandemia de la covid-19. Es decir, el inicio de la vida adulta de esa generación es una crisis continua, y no precisamente una crisis menor. Incluso el papa Francisco ha hablado de “la deuda” con los jóvenes que deben tener un papel protagonista en este mundo: “Hemos creado una cultura que, por un lado, idolatra a la juventud queriéndola hacer eterna, pero, paradójicamente, hemos condenado a nuestros jóvenes a no tener un espacio de real inserción, ya que lentamente los hemos ido marginando de la vida pública, obligándoles a emigrar o a mendigar por empleos que no existen o no les permiten proyectarse en un mañana”.

Lo que sucede no es natural sino fruto de la acción del hombre: de una política concreta. El inolvidable presidente demócrata de El ala oeste de la Casa Blanca, Jed Bartlet, dice: “Debemos dar a nuestros hijos más de lo que recibimos nosotros”. Vivimos desde 2008, con picos de sierra, una recesión con pocos precedentes, que afecta sobre todo a las generaciones más jóvenes cuyas condiciones laborales y capacidad económica ya quedaron muy marcadas en 2008 y que se han profundizado con el coronavirus. El mayor desafío que afrontan las democracias maduras es el de restaurar el contrato social entre generaciones. El futuro está señalado por las siguientes tendencias (todas se deducen del informe titulado El impacto generacional del coronavirus, elaborado por la agencia de investigación 40Db para la Fundación Felipe González y la Fundación de Estudios Progresistas Europeos): la crisis dejará una sociedad menos igualitaria económicamente; una parte importante de los jóvenes considera que su vida nunca volverá a ser como antes; al revés de hasta ahora, la pandemia va a dejar una generación de jóvenes peor preparada que las anteriores; y tendrá un impacto mayor en la capacidad de encontrar un puesto de trabajo, de acceder a una vivienda y, en definitiva, en la calidad de su vida.

Según el estudio, los mileniales (ciudadanos entre los 24 y los 39 años) son los grandes perdedores en términos laborales, económicos y educativos, y la más joven Generación Z (entre los 16 y los 23 años) es la más desanimada y más pesimista y, por ello, la cohorte de población que sufre más estrés, insomnio, ansiedad y nervios. Estas reflexiones coinciden en buena parte con las que — con carácter más general— se hacen en el libro Así empieza todo (Ariel), del periodista Esteban Hernández, que a lo largo de sus páginas muestra que el mundo ya estaba trastocado antes de la pandemia, y que ésta ha acentuado sus desequilibrios: valores morales, formas de vida cotidiana, modos de producción, de comunicación y de relaciones con la naturaleza, y estructuras sociales y de poder. La percepción de que las clases medias están en declive y la convicción generalizada de los jóvenes de que sus vidas serán más difíciles que las de sus padres, son el telón de fondo de una frustración generalizada que los que se manifiestan llevan en sus mochilas.

 

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