John Carlin: Morir de pie

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Antes me meto un alfiler en el ojo que ver esta noche el evento mediático del año, la entrevista que les va a hacer la reina de Estados Unidos, Oprah Winfrey, a la duquesa y el duque de Sussex, popularmente conocidos como Meghan Markle y el príncipe Harry. Va a durar dos horas y, según se ha adelantado, confirmará que la bella y rica pareja se ha lanzado a la corriente política de moda en el mundo occidental, el movimiento antisistema.

Aunque no veré la entrevista, sé que como asiduo lector de la prensa no tendré más remedio que enterarme mañana de que él sigue en guerra con su abuela, la reina de Inglaterra; que los dos se niegan a arrodillarse ante el trono, a someterse al sistema monárquico del que han huido en búsqueda, como declararon en su momento, de privacidad.

Es admirablemente democrático el movimiento antisistema. Tan democrático como el coronavirus. Se admiten princesas y plebeyos, ricos y pobres, la derecha y la izquierda, antifascistas y anticomunistas: cualquiera que se sienta frustrado o resentido o indignado por cualquier cosa. Sea uno fiel al multimi­llonario Donald Trump o a un pobre rapero, la cuestión es expresar rabia y, cuando surja la oportunidad, destrozar cosas: cajeros automáticos o escaparates o el Capitolio de Estados Unidos.

Ser antisistema es apuntarse a una terapia abierta a todos, un desahogo gratis, sin necesidad de pagar a un psicólogo o por un manual de autoayuda. No se suelen lograr resultados concretos, no se generan cambios que influyan en el día a día de las personas, pero sí sirve para hacer una limpieza interior, para eliminar bilis.

Como periodista entiendo el atractivo. Lo mío se ha definido como “poder sin ­responsabilidad”. La frase sirve igual de bien para los antisistema. Uno critica, hace ruido, destroza, irrumpe en el mundo a su ­manera, pero no tiene que pagar los platos rotos y no se le exige (por favor, no) la di­fícil tarea de hacer cosas o de resolver ­problemas.

El tema se complica cuando los antisis­tema tienen tanto éxito, cuando tanta gente se identifica con su rabia, que un día se ­encuentran en el poder. De repente los antisistema deben administrar el sistema y, por definición, no tienen ni idea de qué hacer. Por un lado, se les acaba la juerga y, por otro, se les genera un dilema insoluble. ­Vean el caso del primer ministro británico, Boris Johnson (un experiodista, por el amor de Dios), y el lío en el que ha metido a su país con su lúdico antieuropeísmo, expresado en el Brexit. Vean el caso de Trump, un jefe de Estado antiestado que se pasó cuatro años en la Casa Blanca sembrando el caos. Vean a los chavistas en ­Venezuela. Vean al partido antisistema por excelencia, Podemos, que está en el Gobierno pero se retuerce entre el impulso de apoyar y la obligación de condenar a gente que ataca a los guardianes del sistema, la policía. Vean a los antisistema aquí en ­Catalunya, los de la cepa indepe: logran su sueño de obtener mayoría para formar gobierno cuando lo último que saben es cómo gobernar.

Si de una cosa podemos estar seguros en la era postideológica en la que vivimos es que el fenómeno antisistema va a seguir en ebullición. Por más variopintos que sean los individuos que se identifican con él, habría que definir, creo, algunas reglas de juego. El principio no negociable debe ser la coherencia. La regla mínima, aplicable a todos los antisistema independientemente de su punto de partida, sería la siguiente: no aprovecharse de ninguno de los beneficios o libertades que ofrecen los sistemas a los que uno se opone.

Cuando los antisistema llegan al poder y deben administrar el sistema, no tienen ni idea de qué hacer

Daré algunos ejemplos de lo que quiero decir, empezando con uno fácil. Si Meghan y Harry están en contra de la monarquía inglesa, deben renunciar ya a sus títulos de duque y duquesa.

Si uno es trumpista, es decir, antigobierno y anticomunista, convencido de que Joseph Biden es un presidente ilegítimo, no debe aceptar su parte de las enormes cantidades de dinero estatal que Biden está ofreciendo a aquellos que han sufrido los daños económicos de la pandemia. Uno esperaría que aquel célebre señor vestido con cuernos y pieles de búfalo que irrumpió en el Capitolio el 6 de enero tenga la dignidad de decirle a su madre, con la que vivía antes de entrar en prisión, que en el caso de que Biden le quiera regalar 1.400 dólares se niegue a aceptarlos.

Si uno es anticapitalista, no debe utilizar los bancos. Los ahorros, debajo de la cama; las tarjetas de crédito, verboten . Tampoco debe uno participar en un gobierno que sustenta el capitalismo, no debe recibir un sueldo de dicho sistema, ni comprarse una casa con hipoteca bancaria, ni aceptar viajar con chófer en vehículos oficiales fabricados por empresas neoliberales.

Si uno es antifascista, es decir, si uno realmente está convencido de que el sistema que rige en su tierra es fascista, no debe salir a la calle a manifestarse por precaución personal básica ya que, si lo que hay en el poder es un Mussolini o un Hitler, mejor quedarse calladito en casa. Si resulta que te atreves a salir a protestar y, como demasiadas veces ocurre, la policía para el tráfico para que puedas caminar por el medio de una avenida sin que te atropellen, tienes un problema adicional. Te quedas sin causa. Se te rompe tu argumento fundacional. El gobierno no es fascista. No solo permite tu libertad de expresión sino que la protege.

A mí me gusta pensar que si fuera un antisistema de verdad, no solo de la boca para fuera como vil periodista que soy, tendría la pureza moral de rechazar todo lo que el sistema me ofrece. Tras hacer un examen de conciencia propongo una lista de tres mandamientos para un antisistema como Dios manda:

Nunca pedir ayuda a la policía. Ni si un ladrón armado te quiere robar, ni si un terrorista te quiere acuchillar, ni si un grupo de hooligans ingleses está a punto de darte una paliza porque has caído en la incoherencia de identificarte con una institución prosistema como el Madrid o el Barça.

No aceptar de ninguna manera dinero del Estado, sea este fascista o comunista, español o estadounidense. Si estás sin ­trabajo, no sucumbas a la tentación de pedir que te paguen el paro, aunque te mueras de hambre.

La regla mínima sería no aprovecharse de los beneficios que ofrecen los sistemas a que se oponen

No acudas jamás a la salud pública. Si te rompes un brazo o sospechas que tienes cáncer o covid, no vayas al hospital a que te atiendan gratis. Si tienes ahorros, paga. Si no, aguanta.

Ya está. Tres mandamientos, nada más. Y si tienes dudas, si te aparece alguna tentación inesperada y no tienes muy claro cómo responder, piensa en el valiente ejemplo de Meghan y Harry ante la tiranía de la corona, recuerda siempre la eterna consigna de todo buen antisistema comprometido: antes morir de pie que vivir de rodillas.

 

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