En ese ir y venir sobre los vaivenes de la existencia, uno termina sabiendo que solamente una obra de arte puede alcanzar a expresar lo que es el propio arte en sí mismo, no obstante la gran pregunta: ¿Es dicha presencia una genialidad?
En uno de los ensayos de George Steiner, el llamado “Muerte de reyes”, se lee lo siguiente: “Existen tres campos intelectuales; y por lo que sé, solamente tres donde los hombres realizaron importante hazañas antes de la pubertad. Estos son: música, matemáticas y ajedrez”.
Y cuenta el autor de “La idea de Europa” y “Extraterritorial”, cómo Mozart compuso música de calidad antes de los ocho años; Kart Friedrich Gauss hacía cálculos complejos y apenas tenía diez años, mientras a los 12, allá en Nueva Orleáns, Paul Morphy vencía a los mejores contrincantes en ajedrez.
Ninguno de esos niños dotados sabía con claridad lo que hacían, era simple energía mental unida con fines determinados. Algunos la siguen conservando en la pubertad, pero con el paso del tiempo la técnica, el estudio y la sensibilidad, los van envolviendo de creatividad; con todo, la música, las matemáticas y el ajedrez, son trances dinámicos y localizables. Computadoras con sangre propia.
La pintura es otro fundamento, un arrebato donde la creación humana converge en un mismo punto, igual al Aleph de Jorge Luis Borges, o los castillos y metamorfosis de Kafka.
Pintar, como vivir, es un ramalazo del espíritu. Hay existencias envueltas en correveidiles locos, vientos huracanados y en medio, como rayo que no cesa, nace, brota o explota la luz más cegadora en vuelta en pinceladas.
Fernando Botero – lo tomamos de ejemplo – es una irisación de luz, un meteorito sorprendente sobre el planeta azul, cuya bacteria creadora, genial, la va repartiendo entre palacios, galerías y aislados museos, pero ante todo al aire libre, donde la Naturaleza hace su propio oficio, regresando cada cierto tiempo más embellecida.
Sentir a Degas, Lautrec, Moore, Bacon, Picasso, Miró, Tamayo, Chagall y a muchos otros seres sublimes, es palpar la fibra sensitiva del alma humana. Posiblemente – como deseó demostrar Mario Vargas Llosa en su novela “El paraíso en la otra esquina” – que ciertas facetas humanas se vuelven utopías, basándose para ello en las vidas de Flora Tristán y Paul Gauguin.
Es viable sin duda, ya que toda quimera, fantasía o ensoñación es ir haciendo camino para hallar el perpetuo Edén añorado.
En cuartilla y media no se puede hacer un ensayo de vida y arte, pero se ha pretendido. Eso demuestra que la escritura es una alucinación sublime del espíritu.
Es decir, la subsistencia humana por encima de los vientos tormentosos entre los circuitos del cerebro, esa puerta abierta a todas las agudezas del alma.