“El feminicidio incluye una connotación de genocidio contra las mujeres, son crímenes misóginos acunados en una enorme tolerancia social y estatal ante la violencia de género. Es un problema que remite a una fractura indolente del Estado de Derecho frente a las mujeres, pues tolera esa violencia de muertes extremas, crecientes y brutales de mujeres”. Marcela Lagarde
Desde la historia, la filosofía y los feminismos, me pregunto si seguiremos celebrando los 8 de marzo, cada año, llorando dolores porque nos siguen acosando, pegando, violando, violentando derechos hasta matarnos, sin más razón que por considerarnos objetos de propiedad privada, demostración de poder machista, odios de género y sociales.
Puede que este 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, con paternalista tolerancia de trabajo para ellas, en Bolivia, pase a segundo o tercer espacio noticioso. Toda la prensa estará abocada a los resultados de las elecciones de gobernadores y alcaldes. Sobran razones.
Ese día, 7 de marzo, optamos por la redistribución del poder. Nos jugamos las políticas municipales y las autonomías departamentales frente a un Estado y un Gobierno que, con Luis Arce, Evo Morales o cualquiera sea, su partido, el MAS, es portador de un centralismo y concentración de poder populista, autoritario, antidemocrático, de partido y pensamiento únicos, cada vez más explícito, intolerante y punitivo.
En muy pocos días sabremos cómo nos ha ido en el empeño de resguardar horizontes democráticos, autonómicos e inclusivos, que rescaten también la autonomía de las mujeres frente al patriarcado. ¡Ay, esa forma institucionalizada del poder masculino en todas las instancias de la sociedad, que hace parecer como natural su predominio en detrimento de las mujeres! Es decir, el poder del hombre-padre trasladado a la sociedad, a la economía, a la política y a la Iglesia: todo el poder, el de los gobernantes y el poder de Dios, a los hombres, y las mujeres a la esfera doméstica, hace tiempos inmemoriales. Las excepciones no hacen la regla.
El descubrimiento de cuatro cadáveres de mujeres semienterradas, hace una semana en el trópico de Cochabamba, habla de una cruda realidad que se acerca a 30 feminicidios y seis mil denuncias de violencia de género, en los dos primeros meses de 2021.
El ministro de gobierno dice que aquellos cuatro feminicidios son asesinatos seriales y no ‘ajustes de cuentas’ del narcotráfico. ¿Estará el proceso sujeto a la reserva del sumario, solo por ser la zona donde se cultiva la materia prima de la cocaína? ¿Sabremos que pasó o pasarán al olvido como tantos otros feminicidios, o el asesinato de los esposos Andrade, el 2000, en ese Chapare siempre cocalero? Ahí, donde la violencia del narcotráfico campa impune.
Esos feminicidios apuntan a que no se trata solo de aplicar el derecho penal a los violentos, ni de paridad en las listas electorales, ni porcentaje de mujeres en la función pública, que son conquistas feministas, no regalos. Tampoco tiene que ver con que las víctimas lleven minifalda ni la hora en que van por las calles de la vida, como reza la canción “El violador eres tú”.
La cuestión de fondo es la violencia sistémica y sistemática, silenciada por la indiferencia, o intereses nada santos como el de pedófilos o la trata y tráfico de personas. Es un problema social, político, de educación y cultura, pues a pesar de los avances, Bolivia figura como uno de los países donde más se maltrata a las mujeres (OPS).
El título de esta nota surge de un ensayo del francés Iván Jablonka, Hombres justos, (Ed. Anagrama, El País-Madrid). En un impecable recorrido histórico, sociológico y cultural desde que el hombre optó por apropiarse del control de la sociedad, el escritor desgrana la historia de la dominación patriarcal, la revolución feminista y la igualdad social. “El patriarcado nos envenena tanto como a las mujeres”, afirma, y disecciona “las masculinidades tóxicas, las tiranías de machos y las paternidades deformadas”. El origen de este ensayo remite a su anterior libro, Laëtitia o el fin de los hombres, crónica del asesinato de una adolescente de 18 años que tuvo lugar en 2011, en Francia.
Hombres Justos es una reflexión sobre las masculinidades patológicas y perversas, en un espacio/tiempo del que el autor rescata una “ultraminoría” de hombres que lucharon por la igualdad. Ante ese “modelo criminal”, Jablonka propone “reconciliar los derechos de las mujeres y la ambición democrática de nuestra sociedad”. Nos interpela a unas y otros pues “Necesitamos utopías en este mundo triste… Los grandes cambios del siglo pasado surgieron de utopías. Los del siglo XXI, como la lucha contra el cambio climático, la reforma del capitalismo y la justicia de género, también lo son”. Concluye proponiendo una ‘redistribución de género’, similar a la que se realiza con la riqueza”.
Ambas siguen siendo mezquinas. Tanto como la democratización de la política y el espacio de lo público que, en Bolivia, pudo tener una epifanía el día de ayer en las elecciones regionales y locales.