Eran 10 alumnos, varones, de primer grado. Hacíamos una consulta sobre el machismo en la escuela. Les pregunté si estaban de acuerdo con la afirmación según la cual “los niños no lloran”. La mayoría dijo que sí lloraban, pero uno se quedó pensando, y dijo que no era así. Le pedí que se explicara, y dijo muy serio: “porque son hombres, maestra”.
Seguro que eso lo había oído en su casa: “los hombres no lloran”, es decir, no pueden expresar sus sentimientos, llorar es cosa de mujeres, y es una debilidad, no algo normal de cualquier ser humano… Si añadimos el “insulto” y la descalificación que se suele decir a los niños que se atreven a llorar en la escuela, tales como: “¡Ayy, mamita, eres una niña!” y cosas parecidas, comprenderemos que, desde las aulas, desde el patio de recreo, se promueven, sin darse cuenta, sin que sea intencional, la descalificación de las niñas, el estereotipo de su supuesta debilidad, y la idea de que expresar sentimientos, es señal de debilidad. Lo cual, al hombre, posteriormente le traerá problemas para relacionarse sanamente con su pareja, puesto que no sabrá comunicarse adecuadamente, y puede haber otras consecuencias.
Por supuesto que las raíces del machismo son históricas y profundas, la desigualdad en la que históricamente ha estado la mujer, es muy grande, pero hablo de esos elementos que tanto en el hogar y en la escuela, pasan desapercibidos y van poniendo las bases para que nos resulte “normal” lo que no es normal, y lo que luego puede crecer y terminar en casos extremos, como los femicidios. Sólo recuerdo que en lo que va del año, se ha producido en este país un femicidio cada 38 horas.
Volvamos a la necesidad de cambiar esas “bases” del machismo en el hogar y en la escuela. Después de esos primeros “insultos” infantiles, y descalificaciones aparentemente inocentes, vienen desigualdades en la distribución de tareas: suelen recaer más sobre ellas que sobre ellos, aunque afortunadamente, al menos en nuestras consultas, algo está cambiando en las parejas jóvenes. La desigualdad, en la actualidad, se traduce en que la mujer suele tener doble jornada: trabaja para ganar el pan – teletrabajo o trabajo presencial – y luego todos los quehaceres del hogar, incluyendo en esta prolongada cuarentena, acompañar a los hijos en sus tareas escolares.
En esa consulta, a la que hice referencia en el primer párrafo, en otro colegio, también con alumnos de primer grado, las niñas se quejaron de las molestias frecuentes por parte de los varones: “se burlan de nosotras, nos meten zancadillas …”. Y cuando hablamos con los varones, algunos dijeron que ellas eran muy vivas, pues si eran las que molestaban, ellos no podían hacerles nada porque: “como son niñas…”
Cuando en otro grupo, esta vez de 6 grado, preguntamos si conocían casos en la comunidad, de papás que pegaran a sus esposas, 7, de 10, dijeron que si, y cuando íbamos a cambiar de pregunta, un chico nos dijo que si no íbamos a preguntar si conocíamos casos de mujeres que golpearan a sus maridos, y, yo, que no tenía esa pregunta, la hice, me sorprendí: 4 dijeron que sí. No sabemos si lo hacían por defensa propia, o porque la violencia se ha ido contagiando…
La verdad es que de lo que se trata es que haya respeto mutuo, que se reconozcan como diferentes, para evitar descalificaciones. En ese sentido, hay unos autores que a mí me han servido mucho en esto de promover la convivencia pacífica y respetuosa entre hombres y mujeres. Hablo de los libros de Allan y Barbara Pease, australianos, que, de una manera muy amena, divulgan investigaciones sobre esas diferencias entre la manera de comportarse los hombres y las mujeres. “Los hombres y las mujeres son diferentes. Esto no significa que unos sean mejores que otros, sino que, sencillamente, son diferentes. Hace tiempo que los científicos, los antropólogos y sociobiólogos lo saben y el propósito de esta obra es divulgar ese reconocimiento”. Se lee en la contraportada de “Por qué los hombres no escuchan y las mujeres no entienden los mapas” (Amat, Editorial Amat, 2002, Barcelona, España). También es de ellos “Por qué los hombres mienten y las mujeres lloran” (Amat, Editorial, 2003) En esas obras, repito, de manera muy amena, vemos como las mujeres y los hombres perciben, “archivan”, se expresan de manera diferente, pero en vez de verlo como “algo diferente”, se pretende que seamos iguales, y descalificamos al otro.
Reconocer al otro, como diferente, no significa que acepto que el otro me agreda o maltrate. Nadie tiene derecho a maltratar a nadie. Todos merecemos respeto, pero reconocernos como diferentes, hace que también valoremos al otro.
Hace falta visibilizar estereotipos, costumbres, maneras de nombrar hechos que siempre hemos visto, repito como “normales”, como cuando a una madre le preguntan en que trabaja, y si no tiene trabajo fuera del hogar, y que sea remunerado dice que “no trabaja”, como si cocinar, limpiar, lavar la ropa, no fuera trabajo, por poner un ejemplo. El trabajo en el hogar debe ser reconocido y valorado. ¿Qué pasaría si se declaran en huelga las amas de casa?
Las bases de esta convivencia pacífica, respetuosa, fraterna, se comienzan a construir desde la casa y la escuela, con los más pequeños. No esperar la adolescencia cuando ya se habrán formado hábitos. Mucho menos esperar la adultez y ver como “normal” que las mujeres sean insultadas, amenazadas, maltratadas.
Vale subrayar, que los funcionarios, a esos que les corresponde recibir denuncias de violencia de género, necesitan sus clases también, pues no pocas veces terminan culpando a la mujer de esa violencia recibida y nunca justificada.
Les invito pues a promover el respeto mutuo, la convivencia pacífica y fraterna siempre será más placentera que la dominación de unos sobre otros. Nadie es feliz con la violencia.
@luisaconpaz