El madrileño Lope de Vega y Carpio, escribió que la razón de todas las pasiones humanas es el amor. De él emerge el deleite, todo gozo e igualmente la efusión incendiaria de los deseos carnales. En otros instantes, el mismo se vuelve irascible, retozón, dispuesto a hacer añicos la fogosidad encendida.
El reconocido Fénix de los Ingenios tuvo diecisiete hijos entre varones y hembras, una vida que no le impidió cumplir con sus deberes de sacerdote y alzarse sobre una de las figuras señera de la literatura española de todos los tiempos. Bien lo expresó: “Donde hay amor no hay señor, que todo lo iguala el amor”.
Y aunque esa inflamada fogosidad suele verse fracturada con gran vehemencia interior, siempre retorna aunque lo haga acompañado de su perpetuo lazarillo: una pasión de llagas que no duelen.
Siempre lo hace, de lo contrario, mejor esconderse en un recodo del sendero esperado una nueva cita, sin olvidar que esa conmoción es la más fuerte de todas las pasiones: ataca al mismo tiempo al aliento y la sangre.
Debido a esa causa trepadora, amar, ahora y perdurablemente, es vivir sobre una fogosidad inflamada.
En medio se esparce algo enternecedor: cuando todo desaparezca y el cielo azul se vuelva opaco, en el espacio existirán pequeñísimas partículas recubiertas de la esencia primogénita con la que Dios hizo el mundo: motas de ardor amoroso.
Es bien sabido que ese atributo imperturbable entre el amado y la amada se unirán más allá de las constelaciones para seguir viajando entre los senderos donde la eterna grandeza se hace poesía y trigo, ya que el poeta de las estribaciones profundas de toda querencia lo ha dejado escrito: “polvo serás, más polvo enamorado”.
En la distancia, entre las espadañas del llano apureño, entre luz y sombra, alguien canta una melodía tierna envuelta en un suspiro de brisa que levanta los suspiros de los esteros:
“Esta es la calle del aire, / la calle del remolino, / donde se remolinea / tu cariño con el mío”.
Nos han salido unos renglones “miramelindos” que siempre serán parte de la naturaleza de nuestra supervivencia.
Se ama, y uno ignora la causa, al ser es un tumulto del espíritu y crece a modo de una enredadera. Quien no absorbió ese afecto, no sabrá en verdad lo que es estar activo en círculo de la intensa pasión humana.
El amor autentico nunca mengua; a lo más, llega a arrinconarse en las comisuras de nuestros aposentos interiores y espera allí, a modo de los segadores, el tiempo de la sementera para recoger el fruto de la tierra convertido en aliento de seducida querencia.