Sami Naïr: La ultraderecha hace cultura

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Hace unos días, el primer ministro húngaro anunciaba la idea de una derecha europea que aglutine, sin tapujos, a los ciudadanos que rechazan a los inmigrantes. No es una proclama aislada ni banal. Porque, frente a lo que suelen considerar las corrientes políticas tradicionales, el impacto de la extrema derecha no se mide solo a partir de su peso electoral. Aquellas confían en que no existe hoy un pedestal suficientemente sólido del extremismo de derechas que pueda hacer peligrar la democracia europea. También se apela al sistema complejo de la interdependencia económica como una suerte de cordón sanitario capaz de bloquear decisiones de partidos de ultraderecha que acceden al poder, aun coaligados con fuerzas políticas de otro signo, como en el caso italiano. En otras palabras, una mano invisible garantizaría su derrota.

Esta interpretación, sin embargo, no rige para los países del Este que se unieron al proyecto europeo en los años 2000: hablamos de coaliciones en las que la extrema derecha hegemoniza confesional y socialmente las agendas políticas. De ahí que se afirme que el auge del neofascismo discurre al albur de especificidades nacionales. Esta visión tranquilizadora no es más que un efecto placebo. Oculta la influencia cultural real de la ultraderecha, su capacidad de condicionar las consciencias y las mentalidades más allá de su éxito político.

Es lo que está ocurriendo en Europa, pero no se quiere ver. Las temáticas de movilización —rechazo a la inmigración, al islam, a la igualdad de género, el retorno a los nacionalismos recalcitrantes— se están expandiendo hasta inocularse en la piel de más capas sociales y afincarse en los programas de los partidos conservadores clásicos. En España, Francia, Italia, Países Bajos, Dinamarca, Suecia, Austria, Alemania, se observa el mismo proceso de transversalidad de tales retóricas, que tienden a influir sobre las estrategias de los conservadores. Incluso hay sectores afiliados a la izquierda que comparten, aunque sin la misma virulencia, el rechazo a los colectivos LGTB, a otras vertientes del feminismo, o limitan el derecho al aborto.

Con este telón de fondo, la ultraderecha europea está consiguiendo altas cuotas de la hegemonía cultural. Su carga demagógica de una identidad excluyente marca los debates políticos, seduciendo también a los electores de otros sectores de la sociedad. Es una dinámica que aboca a un desplazamiento radical del contenido de la contienda política, que sustituye a la defensa de las luchas políticas inclusivas. Más grave aún: está ampliando su repertorio integrando significativos guiños hacia un programa social de Estado, sin olvidar, por supuesto, el marketing ecologista (es el discurso de Marine Le Pen en Francia). Frente a ello, las fuerzas democráticas carecen de respuestas satisfactorias; no han sido capaces de enfrentar este desafío porque sus perspectivas son cortoplacistas y no se atreven a proponer las reformas estructurales necesarias para recuperar a las capas sociales que entran en el discurso de la guerra de las identidades.

 

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