Este año hemos aprendido a vivir en el laberinto, desorientados, sin mapas ni brújulas, zarandeados por la incertidumbre. El confinamiento nos ha convertido en modernos minotauros, rendidos a cierta monstruosidad perezosa y a una estética náufraga: desaliñados, en pijama a todas horas, el pelo selvático, las mollas de nueva adquisición, los ojos enrojecidos por el abuso de pantallas, las canas asomando bajo el tinte como testimonio de la desidia. Según el mito griego, el héroe Teseo se aventuró en aquel dédalo de encrucijadas, bifurcaciones y pasillos cegados, temeroso de la legendaria fiera. Ahora, en tiempos de angustia y encierro, somos nosotros los habitantes del laberinto.
Cuenta la leyenda que el minotauro vivió confinado desde su más tierna infancia. Lo llamaron Asterio quizá porque pasaba largas horas en los patios contemplando los astros. El rey de Creta Minos había ofendido a los dioses, y ellos se vengaron en cabeza ajena. Inspiraron a su esposa, Pasífae, un deseo irresistible de aparearse con un toro blanco. De este adulterio nació un ser quimérico, medio hombre, medio animal, a quien encerraron en una mansión tan intrincada que jamás encontraría la salida. A principios del siglo pasado, el arqueólogo Arthur Evans reconstruyó el palacio de Cnosos con su enrevesada estructura y sus sinuosos corredores, e imaginó allí el germen del mito. Después de todo, el laberinto siempre fue eso: una casa de la que no puedes escapar.
Durante meses, nuestros hogares y nuestras ciudades se han convertido en fortalezas rodeadas de invisibles murallas, inmersas en una extraña pesadilla. En La vida es sueño, de Calderón de la Barca, Segismundo vive prisionero desde que nació. Su padre, rey de Polonia, lo encarceló en un torreón porque, según el oráculo, sería un monarca cruel. Un día se le concede la libertad y, en venganza, responde con ira, violencia y espíritu desafiante, confirmando así el vaticinio. Encerrado de nuevo —como en nuestros paréntesis de confinamientos y cuarentenas—, le convencen de que todo ocurrió mientras dormía. Un amigo le aconseja: “Segismundo, aun en sueños no se pierde hacer el bien”. El joven reflexiona y, finalmente, logra encauzar su desasosiego, serenarse y desafiar todas las profecías: “Llegué a saber que toda la dicha humana, en fin, pasa como un sueño, y quiero hoy aprovecharla el tiempo que me durare”. Por muy loco que nos parezca el mundo, más vale cuidar de nuestros compañeros de manicomio.
Enredados en una espiral repetitiva día a día, sufrimos el aislamiento con hastío y nostalgia. A veces, en tediosa soledad; otras, asfixiados por las argollas del teletrabajo y la conciliación doméstica. Sin embargo, en esa aparente pasividad hemos tomado importantes decisiones: nuestros dilemas cotidianos implican proteger a personas queridas y salvar vidas. Hemos gruñido y rezongado, pero, incluso a regañadientes, hemos tratado de ayudar. En Atrapado en el tiempo, dirigida por Harold Ramis, un cínico y avinagrado meteorólogo enviado a cubrir el Día de la Marmota en el pueblecito de Punxsutawney se ve condenado a repetir una y otra vez el 2 de febrero en un bucle interminable. Todas las mañanas la radio le martillea la misma canción, hunde el pie en un charco y sufre el abordaje de un pelmazo en la calle. Sus retransmisiones televisivas se vuelven cada vez más delirantes y apocalípticas. Atraviesa por varias fases anímicas: incredulidad, rebeldía, enfado, euforia, desánimo, aburrimiento. Cuando fracasa en sus intentos suicidas, desesperado, ahoga sus penas en tareas tan absurdas como la cultura y el amor. Estudia idiomas y piano, hace esculturas de hielo; ayuda a la gente del lugar y se enamora de una joven periodista. En un desenlace digno de Frank Capra, su bondad logra descongelar el tiempo. Incluso en la monotonía más alienante, las cosas se pueden hacer mejor o peor. Hoy vivimos separados, quietos, a la espera de recuperar nuestra vida. Pero en Creta, Polonia o en lugares de nombre impronunciable, siempre es ahora mismo, y los minotauros más sabios son los que aprenden a domesticar sus laberintos.