Cuando el papa Benedicto XVI, durante su viaje a Alemania en 2011, exigió que la Iglesia católica se despojara de las formas mundanas, muchos interpretaron eso como una crítica al sistema del impuesto eclesiástico en este país: la Iglesia no debería servirse de las instituciones estatales para no ser corrompible. Dado que la lógica de “sacramentos a cambio de dinero”, según la cual operan las dos grandes iglesias de Alemania, no está en concordancia con la tradición bíblica ni con el derecho canónico, el papa Benedicto XVI fue apoyado por esa propuesta. Hoy sabemos que lo que quiso decir era otra cosa.
Para Joseph Ratzinger, la verdadera Iglesia católica no puede seguir siendo una Iglesia del pueblo. Porque en el pueblo hay diferentes posturas, todas ellas infestadas del espíritu relativista de la época. Pero en la Iglesia solo la verdad -como la ve el Papa, entretanto emérito- tiene derecho a existir: esa institución preferiría convertirse en un “grupo pequeño” antes que alejarse siquiera un ápice de esa “verdad”. “Grupo pequeño” es una forma amable de describir a una secta.
Mientras tanto, la Iglesia Católica ha llegado ya a esa existencia de secta, y justamente bajo el pontificado del papa Francisco, quien en realidad está en el otro extremo del espectro de la Iglesia en términos de política eclesiástica y teología.
Salida de la Iglesia
Pero, bajo el Papa argentino, los partidarios de la línea dura en el Vaticano han monopolizado su verdad sectaria y la han convertido en el único punto de vista que la Iglesia puede legítimamente representar: las mujeres no pueden asumir cargos de ordenación, ya que la impartición de sacramentos por manos femeninas sería un espanto para Dios. Las personas que se han vuelto a casar no pueden recibir la comunión, porque eso es, a los ojos del Señor, una confusión. Y finalmente, las parejas homosexuales no solo no deben casarse, sino que ni siquiera deben ser bendecidas, ya que Dios no puede dar su visto bueno al pecado. Además, están condenados todos aquellos que, con la ayuda de la medicina moderna, quieran concretar su deseo de tener hijos, y también quienes piensen en una muerte digna asistida. A todos ellos, Roma les dice: “Dios no quiere eso. ¡Dios no los quiere!”
Y es de ese modo que la Iglesia Católica, alguna vez grande y poderosa, se reduce al tamaño de una secta. En América Latina ya casi la mitad de los creyentes se han hecho adeptos de iglesias libres. En amplias regiones de Europa, esta Iglesia ya es casi inexistente. Solo cerca de un 10 por ciento de los fieles van a misa los domingos, por ejemplo, y la tendencia sigue cayendo en picada. El voto de los católicos que optan por la salida de la Iglesia no hace más que confirmar en su idea a los líderes de mano dura que tratan de sobreespiritualizar el dogma: muchos sienten el llamado, pero pocos son los elegidos.
Esa sobreespiritualización es a la Iglesia lo que el populismo a la política: el reemplazo de la acción por la teoría. En la metrópoli católica alemana de Colonia ya no hay turnos libres en el juzgado correspondiente para declarar oficialmente la salida de la Iglesia Católica. Y no porque el diablo esté paseándose por allí, sino porque los líderes archiconservadores del arzobispado encubren en forma rayana en lo criminal los casos de abusos y su esclarecimiento. Ese tipo de cosas no solo sucede en Colonia, sino en muchos otros lugares. La Iglesia católica está sumida en la peor crisis desde la Reforma. Pero esta vez no habrá una división, sino que esta institución está así sellando su propio final.
Sin respuestas a las preguntas de la gente
Si uno se pregunta por qué hoy en día ya nadie cree en las antiguas divinidades griegas o egipcias, la respuesta no es que ya el dogma no encuentra aceptación. Creer en el nacimiento virginal o en la resurrección de los muertos ya era en tiempos pasados, como ahora, una cuestión de fe. Las personas abandonan una religión cuando esta ya no provee respuestas a preguntas concretas que se le plantean. Y allí, la Iglesia católica ya no tiene nada que ofrecer.
Más allá de eso, se mueve cada vez más fuera del marco que permite la Constitución a las religiones. ¿O acaso debe un Estado democrático cofinanciar una institución que niega la igualdad de todas las personas, su dignidad y los derechos humanos que se derivan de ella? Seguro que no, porque en la fe católica las mujeres y los hombres no son iguales, y además se los discrimina según su estado civil y su orientación sexual. La Iglesia Católica se ha reducido a una secta, ha dejado de ser una fuerza orientadora clave, y una ayuda para organismos estatales que buscan sostén y buenas respuestas, y se ha convertido en lo contrario.
Bajo un Papa liberal, los liberales abandonan la Iglesia
En ese sentido, el pontificado del papa Francisco ya fracasó doblemente, desde su visita al Amazonas hasta el sínodo sobre la familia. El Papa no tuvo éxito en nada de lo que quiso renovar porque le falta la profundidad teológica, el intelecto y el personal para canalizar y cimentar, tanto teológica como canónicamente, las inciertas y difusas direcciones que suele tomar. Gracias a eso, los extremistas de mano dura del Vaticano lo dejan al descubierto, frustrando de tal manera al ala liberal y marginalizándola finalmente, de modo que, justamente bajo un papado liberal se está consumando la salida de los liberales de la Iglesia católica.
Si es verdad que Dios no bendice los pecados, entonces ni los sacerdotes, ni los prelados, ni siquiera la misma Iglesia gozan de la bendición de Dios. Porque los pecados de la Iglesia son sobredimensionales, y la autocomplacencia de Roma, en vista de sus faltas, resulta frívola y obscena. ¡”Aplastad a los infames”!, pedía ya Voltaire, refiriéndose a la Iglesia Católica de su época. Ese llamado sigue vigente. En el año 2050, en cada pueblo y cada ciudad de Alemania habrá bellas salas de concierto, restaurantes y clubes. Y los niños preguntarán quiénes son las figuras coloridas en los vitrales.
Alexander Görlach es miembro principal del Consejo Carnegie de Ética en Asuntos Internacionales e investigador asociado sénior de la Universidad de Cambridge, en el Instituto de Religión y Estudios Internacionales. Es doctor en Lingüística y Teología, y también fue becario y académico visitante en la Universidad de Harvard entre 2014 y 2017.