Carolina Espada: La clase de Renny

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«El Show de Renny» se veía todos los mediodías en la mesa del comedor, un hecho absolutamente insólito, pues el televisor apenas si se prendía en casa. Éramos una familia de grandes lectores, pero con Renny se hacía la excepción. Almorzábamos en silencio y escuchábamos al animador, quien, cargando a un chimpancé, le hacía propaganda a un jugo. Cada uno con su pitillo y ambos bebieron simultáneamente de la misma lata. Cuando el monito dejó de sorber, el animador se detuvo al instante. Hubo carcajadas en el estudio y Renny, subiéndose los lentes, le comentó entre risas al coordinador y a los camarógrafos: «¿Qué? ¿Ustedes se creían que yo iba a seguir chupando?».

El programa era él; él y punto. Lo demás era ganancia: ver a Tom Jones y su Its not unusual to be loved by everyone; a Miriam Makeba con su Patapata; y a la ventrílocua Mari Carmen, a quien uno no le hacía tanto caso, pues la atención estaba en el muñeco de turno y su conversación con Renny.  Él era el espectáculo.

Si servían macarrones era miércoles. Uno de ellos (con un delantal para que no me fuera a ensuciar mi uniforme de preparatorio), Renny presentó a un cantante, dijo que era su primera visita a Venezuela, que era muy famoso en… en un país… ¿República Dominicana, Panamá, Colombia?… uno que yo todavía no me sabía. Habló sobre la popularidad de este intérprete y le cedió el micrófono y el set. En vivo y directo, el señor comenzó a cantar y a bailar de una manera muy guapachosa y guachamarona. Mi mamá enseguida apartó la vista, porque «a mí nunca me ha gustado ver a un hombre meneándose así». Yo sí lo vi, porque el artista bailaba como si fuera de goma. Impresionante. ¿Qué cantaba? No sé, algo cuya letra no tenía ningún significado ni relevancia para mí, pero la melodía era como para desatornillarse. Rótula para allá, fémur para acá, pelvis giratoria y palante y patrás. Y, súbitamente, reapareció Renny. Un Renny muuuy serio y que daba miedo de verdad-verdad.  Un Renny desconocido. Pétreo, lívido y tan en blanco y negro todo él, le hizo señas a la orquesta para que dejara de tocar. Los músicos fueron obedeciendo a destiempo, pues algunos estaban tan concentrados en la profusión de corcheas que lo menos que esperaban era una interrupción. El cantante estaba vuelto puro ojo y desconcierto, y ya no se movía más (si antes parecía una manguera de gelatina, ahora era como un globo desinflado… y de yeso). Tras el más incómodo y aterrador de los silencios, Renny, viendo de frente a la cámara, pidió excusas a los televidentes. Esa canción, con un doble sentido tan vulgar (que yo no capté por tener cinco años) era indigna de su programa y de la teleaudiencia. Renny se disculpó por no haberla escuchado antes o, al menos, leído la letra. Asumió su responsabilidad, solicitó que lo perdonáramos y prometió que eso nunca más volvería a ocurrir. Él había fallado como productor de su propio programa e insistió: «Esto no volverá a suceder, pueden contar con ello». Sin más, mandó a comerciales. De regreso, el show continuó como si nada, pero los que presenciamos ese bochorno recibimos una lección de respeto, responsabilidad y dignidad televisiva que nos marcó para siempre.

Y al final, antes de su silbido característico, Renny nos repitió su frase de despedida: «Los quiero mucho». Nos quería mucho… ¡Tan bueno que es cuando un espectador se sabe querido! No sé, al menos a mí me gusta que me quieran. ¿Y a usted?

Veintitantos años después, comencé a escribir en televisión y siempre me rebelé contra cualquier chabacanería y vulgaridad que quisieran imponerme «y que» en aras del rating. Una y otra y otra vez recibía la misma respuesta: «¡A la gente hay que darle lo que quiere!»… y yo contestaba: «No, a la gente hay que darle lo que se merece y siempre, siempre, se merece algo mejor». Tan maravilloso que es cuando un televidente se siente querido y respetado. Tan admirable y de tanto valor que es cuando un Maestro nos da una lección

Carolina Espada es Escritora – @carolinaespada

 

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